Ovidio Ocampo me salvó la vida. Literal. Cuando el torturador se quitó la capucha, luego de 8 horas de oprobios y confirmé que su voz, que me sonaba familiar, era la del compañero de quinto de primaria que se había ido para “La Armada” en cuarto de bachillerato, supe con certeza que me iban a matar. Ya no se necesitaba capucha, porque no habría testigos. Eran las seis de la tarde, pero para mí ya estaba oscuro, de tanto llorar, ese 30 de octubre de 1981 en la colina suave a un kilómetro de San Antonio de Getuchá, sobre el río Orteguaza, donde el Ejército tenía su campamento. Entonces yo era profesor de la Universidad de la Amazonia.
Ovidio Ocampo llegó al Caquetá el 1 de enero de 1960, con 29 años cumplidos. Venía derrotado –como todos los migrantes– de la violencia en el Valle del Cauca. Su padre murió cuando él tenía solo seis meses y desde entonces comenzó a rodar con su madre y cinco hermanas, y luego con su padrastro. Realizó todo tipo de trabajos campesinos para la supervivencia, pero el que más me impresionó fue cuando operó como lazarillo de un anciano desagradecido. Unos pescadores lo habían convencido de hacerse comunista, de manera que cuando llegó a El Paujil, a trabajar como jornalero, comenzó su tarea de militante. Por eso lo entrevisté los días 19 y 20 de abril de 2016, para que me contara la historia del surgimiento del Partido Comunista en el Caquetá y, de paso, para agradecerle por salvarme la vida.
Contrario a lo que dicen Alfredo Molano y otros analistas, Ocampo no cree que haya habido “colonización armada” en la Amazonia. Hubo fue búsqueda de refugios para la paz y de tierra para la vida.
Contrario a lo que dicen Alfredo Molano y otros analistas, Ocampo no cree que haya habido “colonización armada” en la Amazonia. Hubo fue búsqueda de refugios para la paz y de tierra para la vida. Pero con los desplazados llegaron también las heridas de la violencia y las ideas izquierdistas, comunistas, del MRL y luego anapistas, hasta que en los años 70 llegaron los del M-19, EPL, ELN y desde antes, en los 60, cuando los bombardeos de El Pato, las FARC. También habían llegado las ideas izquierdistas que no proponían la lucha armada, entre sindicalistas, religiosos e intelectuales, los fueron pronto superados por los actores armados. Fue “la guerra del Caquetá” de los años setenta del siglo pasado que aún no termina.
Cuando los soldados me detuvieron en San Antonio de Getuchá, como a las 10 de la mañana, íbamos con el profesor Miguel Ángel Ríos Caquimbo, Ovidio Ocampo y otros 10 pasajeros de la canoa de línea que había salido desde Solano. Solo nos dejaron a los dos profesores. Ocampo pudo pasar, por su pinta campesina, y llegar hasta la Universidad de la Amazonia a dar la voz de auxilio. En la noche los estudiantes salieron a la calle a gritar nuestros nombres y por eso los torturadores se detuvieron, cuando uno de ellos ya se había quitado la máscara. A mí me soltaron esa noche, justo porque la esposa del capitán me había visto como a las cuatro de la tarde, o no sé por qué. Al profesor Ríos también lo torturaron y lo tuvieron varios años preso. Sobrevivió y está jubilado.
Esta historia la convertí en narración y la publiqué en “Amor y guerra en el Amazonas” (Planeta, 2015). A Ricardo Silva le pareció que tenía valor literario, pero no es cierto. Allí no conté lo que ahora cuento solo por temor a que siguieran las torturas. No por literato.
El CINEP publicó en 1982 el informe “Muerte y tortura en el Caquetá”, donde se describe de forma descarnada parte de la barbarie de torturas, asesinatos, violaciones y desapariciones durante “la guerra del Caquetá” entre 1979-1981. La realidad, como siempre, fue más cruel de lo que allí se cuenta.
Con el Acuerdo de Paz suscrito en 2016, volvió la esperanza al Caquetá y a la Amazonia, la región donde se vivió la guerra de forma más intensa en el país. Por eso los actos de violencia se redujeron de forma sustancial, como se muestra en la gráfica (ver también el artículo en el hipervínculo). Muchas vidas se han salvado, a pesar del intento del gobierno Duque de “hacer trizas el Acuerdo”.
Hoy regresa el miedo al Caquetá. El 29 de enero, cuando el gobernador Arnulfo Gasca regresaba de lo que el Personero de Solano denunció como un “acto proselitista”, a favor del candidato a la Cámara por el Partido Conservador, Mauricio Cuéllar, y el gobernador llamó un acto de gobierno, un atentado terrorista de las Disidencias de las FARC acabó con la vida de dos humildes policías, Miguel Ángel Bernal y William Echeverría, y dejó heridos a cuatro más.
Un poco antes, el 26 de enero, las Disidencias de las FARC (según el General Jorge Herrera, comandante de la VI División), asesinaron a Jorge Enrique Valderrama Cuéllar, conocido conductor de una tractomula que transportaba petróleo, en la vereda Riecito, entre San Vicente del Caguán y Puerto Rico, también en el Caquetá.
De manera objetiva los atentados de las Disidencias de las FARC, además de causar pánico y dolor, le hacen el juego a quienes quieren que en esta campaña electoral se impongan de nuevo los señores de la guerra. Quieren que vuelvan los tiempos de “muerte y tortura en el Caquetá”. Si no paran ya la barbarie, volverá a ganar el uribismo, como cuando el Plebiscito de 2016.
Ovidio Ocampo no estará ya para salvarnos, para contarle a los estudiantes que hay vidas en peligro en el Caquetá y hay que salir a marchar para salvarlas. Ovidio murió, de muerte natural, soñando en la paz, el año pasado.