Sale un hombre joven, puñal en mano a buscar su botín del día y acaba tendido sin vida en uno de los prados adyacentes al histórico puente de La Custodia, junto al del Humilladero, a unos metros de los balcones desde donde una hidalga familia, otrora contemplaba los atardeceres luminosos del Valle de Pubén.
Otra historia
Pero este hombre del que hoy hablamos no fue muerto en un lance histórico, no murió entre huestes patriotas o realistas; no estaba en juego una provincia o un cabildo, la disputa era por un Samsung normalito, de baja gama; el metal que se hincó en su cuerpo procedía de un arma vil, de un puñal sin brillo que ya había probado sangre.
En todo caso el victimario escogió mal a su víctima, no tuvo buen ojo, no estuvo fino; los roles se intercambiaron en los primeros envites; el que debió morir salió por su propio pie del combate, mientras el verdugo doblegó sus piernas cuando una herida le secó el aliento.
Agridulce victoria
El vencedor se entrega y con las manos esposadas en la espalda resopla y suda. Todavía lo posee el temblor del asalto y contempla de reojo, a unos metros, ya sin ira, a su rival tendido sobre un lecho de hierba húmeda. Lo mira con cierta pena. Aquel quería matarlo, pero ahora está muerto. “Venir a robarme a mí esta gono…”, le espetaba hace solo unos segundos con todo el furor que podía contener su delgado cuerpo, tan parecido ahora a ese que duerme allí cerca. Pero esa rabia se extingue de a poco. Ya no hay odio. Y eso lo confunde, no es posible. Debería liberarse de los policías, correr y volverlo a apuñalar para que no se levante nunca. “Venir a robarme a mí esa gon… para que respete”.
Despedida
Pero no hay nada de eso. Ese joven y sus tatuajes salpicados de lodo, sangre y trozos de hierba del parque Mosquera, se parece a él. Podría haber sido él mismo. Quizás es él mismo. En las puñaladas que cruzaron esta mañana de enero también se cruzaron sus almas. No quiere llorar frente a los curiosos que contemplan la escena. Unos pocos lo insultan, la mayoría lo mira con respeto. "Bien hecho, mi llave". Finalmente lo suben a la patrulla.
Desde el frío césped, a través de los árboles, intenta mirarlo por última vez. Apenas lo reconoce. Lo ve a lo lejos manchado de luces intermitentes, azules y rojas. Cruzan su mirada un instante y se despiden para siempre.