El nombre de Humberto de la Calle está inscrito en las páginas de la historia reciente de Colombia. Ha sido protagonista de dos de los hechos políticos más importantes para esta nación en el último siglo, y si se quiere, desde su misma independencia. El primero, cuando logró la gran conquista social de sustituir la vieja carta política por una que garantizara el progreso a un país al que la paciencia se le agotaba y la muerte de Luis Carlos Galán le había arrebatado cualquier esperanza. La ovación que le ofrecieron el día de la proclamación de la nueva constitución en el Congreso fue un reconocimiento a su trabajo denodado y a su verbo poderoso, herencia de una vieja tradición grecoquimbayista con un poco de ese dejo paisa, algo arrastrado en el hablar.
El segundo, y quizás la más corajuda de sus gestas como estadista, fue ser el capitán de una tripulación que, como los argonautas, se embarcó por el Caribe en busca del mejor acuerdo posible para ponerle fin al conflicto armado con el grupo guerrillero más viejo del mundo. Pese a las adversidades, lo logró. Su sapiencia fue esa alquimia que nos condujo a cerrar ese cruento panorama de violencia de más de medio siglo y a silenciar los fusiles en lo profundo de la selva.
Él es un hombre de provincia, sin abolengos y sin capitales, convencido de que Colombia necesita un cambio. Pero ese sueño de cambio se frustra. Nos convertimos en un país de discursitos incendiarios y de analfabetas políticos, de miedos y de prejuicios, de maquinarias, de mesías y un buen par de etcéteras. Poco o nada nos interesa las buenas hojas de vida. Las encuestas electorales han sido ese gran verdugo que eclipsa su nombre y con él, su experiencia. Aún me es difícil comprender por qué ese enorme esfuerzo de derrotar a las Farc y destruir sus armas, la tarea de desminar los campos y creer en una reconciliación nacional, nos dividió más de lo que pudo unirnos. Un capítulo de esta historia que terminó por generar odios y un par de amistades rotas.
Hoy quiere llegar más lejos de lo que ha llegado: quiere ser presidente de Colombia. Es un emisario de la paz, un hombre ecuánime que con su pensamiento y su discurso conversa solo con el sosiego y la calma que un maestro tiene y de la que nadie puede escapar a su encanto. Posee un fino sentido del humor y es poco apegado a las vanidades del poder, pues la idea de construir un país donde quepamos todos va más allá de un eslogan electoral. Él encarna la tesis de un centro alejado de los extremos y de la polarización de los dogmatismos retardatarios de la ultraderecha y la izquierda radical. Es un hombre al que perfectamente le cabe este país en su cabeza, que sabe de sus problemáticas y que cree tener la solución a sus necesidades en sus manos.
En una sociedad como la nuestra, que padece una patología histórica de rencores y resentimientos, llama la atención lo cuidadosamente aplomado y mesurado de su discurso. Esto me hace recordar un ensayo escrito por el checo Vaclav Havel, donde el poder de los que no tienen poder en una sociedad represiva, se propaga con ‘verdades oficiales’ en un clímax de falacias y mentiras que corrompen, enceguecen y controlan el mundo. Un breve autorretrato de lo que sucede aquí y del cual, De la Calle es disidente, aún después de haber ostentado los cargos que lo embebieron del discreto encanto del poder. Sin embargo, resulta novedoso ver cómo en medio de la cizaña, ha sido el único líder que ha demostrado que la única salida que podría ponerle fin a las tensiones con los enemigos de la paz no es silenciarlos con balas, sino con ideas. Una lección ignorada aquí, donde tenemos el grave vicio de la agresión, la represión y las salidas fáciles. Un rezago colonial.
Por eso es imperativo que un hombre como él sea quien tome las riendas del país. Y la principal razón no se fundamenta en lo él que ha sido, sea malo o bueno, sino en lo que no es: no es ninguno de los demás candidatos. No es Iván Duque, un hombre dócil que convive con la sombra de Álvaro Uribe respirándole tras la nuca. No es Gustavo Petro, que navega entre las vagas ideas sobre la propiedad privada y la tesis casi ilusa sobre nuevos modelos económicos. No es Germán Vargas Lleras, el jefe de un partido político del que asegura no tener nada que ver hasta que necesita de su maquinaria, sus votos y sus corruptos cabecillas. Tampoco es Sergio Fajardo, un profesor de matemáticas que aunque también representa el cambio y la independencia, en su coalición no supo valerse de sumas pero sí de restas, y que aunque no dividió, tras rechazar toda posible alianza, no supo multiplicar.
Al doctor De la Calle le agradezco por traernos a los colombianos ese mensaje de seguir la senda de no vivir nunca más entre las nostalgias de la guerra y querer trabajar para que así sea. Y como yo, al igual que muchos, estoy cansado de tantos que quieren imponer sus ideas con tal de detentar el poder aprovechándose del redil de borregos que renuncia a pensar y a elegir en su libertad. Mi voto este 27 de mayo es por De la Calle, porque no podemos seguir buscando resultados diferentes si seguimos haciendo lo mismo. Él ahora espera el respaldo del pueblo por el que ha trabajado durante toda su vida, y en efecto tendrá el mío, como el de muchos. Esta es una invitación abierta para los lectores, para que nos abracemos hacia sus ideas pero sobretodo, para que logremos ese gran sueño nacional de vivir en paz, así las encuestas nos haga creer que “el mejor de todos los candidatos” no tiene opciones de ganar.