"La paz es la fuente de la felicidad" —Erasmo de Rotterdam en Querella de la paz, libro prohibido durante la colonia.
Hoy es un día memorable para la paz en Colombia, día para denunciar con valor el alzamiento de la pólvora contra la esperanza.
Paz que, como fuerza implacable, desde el siglo pasado, intenta consolidar su dominio en la geografía nacional, sin dejarse doblegar por los momentos históricos en que se ha hundió en los abismos de la política.
Sin embargo, muy a pesar de las desgarraduras, la violencia individual, la violencia social y la violencia estructural, no han logrado destrozar por completo la integridad de la bandera blanca, asaltada por la agresiva incursión de los enemigos del derecho que tienen los pueblos a sentir, pensar, hablar y actuar en consonancia con el bienestar.
Duele, sí, en estos momentos, el descuartizamiento impresionante de la moral pública en que vive la nación, aupada por los poderes económicos dominantes.
Capitular, en situaciones de ignominia y oprobio, sería una derrota, tanto más, cuando los autores de la disolución ejercen la tenebrosa misión de eliminar la vida.
Asfixiados vivimos con el aire impuro de la muerte, sofocan cotidiana y de manera recurrente las trágicas noticias y, ante el mundo sorprendido, estupefacto y atónito, no tenemos la capacidad para explicar ni justificar la indolencia.
El amor a la vida es lo que nos debe hacer invencibles: la morada del hombre; el lecho del amor; el gozo de la familia; el privilegio de la amistad; la parcela campesina; la alegría de las aulas; las calles que protestan, las voces de los irredentos, para que la sociedad colombiana no sea llevada al sacrificio, como fueron arrastrados los primeros cristianos a la hoguera.
Pasión por la vida que debe sentirse en el trabajo, en el afecto, en el abrazo, la confianza y la camaradería.
Que no tengamos que pronunciar la palabra paz en secreto, es la consigna; para que la certeza y la seguridad de continuar construyendo democracia sean una opción alborozada.
Abominable y ominoso es que existan motivos que justifiquen matar, desde las orillas del Estado o los fusiles espurios. Tender la mano de la humanización y ejercer el cuidado de la política es la hora del Estado, para darle paso a la inteligencia, la ponderación y el coraje. Lo otro es caminar desorientado, practicando el extravío y sin destino alguno.
¿Cómo admitir que el liderazgo social sea una etiqueta lúgubre que soporte la vida, como si aún atravesáramos los más bajos niveles de la especie humana?
El grito indignado, iracundo y colérico en las plazas debe llegar al oído de la institucionalidad colombiana, para que se escuche la inquebrantable decisión de defender la vida. Es el único escudo con que cuenta el amor y la fraternidad, enardecidos por el atentado personal y la ignominia de la muerte.
Con las manos en alto declaramos que el dolor y el repudio no se detienen, antes por el contrario, nos empujan a mirar lo que parece absurdo e increíble pero no imposible: crear condiciones para resolver los conflictos en paz y construir estrategias humanas para que cesen, también, las muertes engendradas por las desigualdades y los desequilibrios crecientes.
Compañeras y compañeros ausentes, aquí estamos marchando, para que cese la orgía de la muerte, y, paradójicamente, abriendo nuevas tumbas, pero no arriaremos, en memoria los desaparecidos y los asesinados, las banderas de la reconciliación, expresando airadamente, con Neruda: “venid a ver la sangre por las calles, venid a ver la sangre por las calles”, mientras los indígenas y campesinos agregan: “venid a ver la sangre por los campos”.
Humanizar la sociedad es una misión impostergable de sociedad, pero, sobre todo, debe ser un compromiso ineludible del Estado.
Que la moral, en “la hora de los hornos”, no nos coloque ante el dilema infame: Si matas a una lideresa o a un líder eres un asesino, si consumas una masacre social, en aras de tus creencias, eres un redentor. Paz.
Salam aleikum.