La movilización estudiantil vuelve a ocupar lugar central en la agenda social del país y se reactiva con los levantamientos en Chile, Ecuador, España. Aunque parezca espontánea, no lo es. Los años 2011 y 2018 marcaron el camino de una creciente toma de conciencia, individual y colectiva, sobre el sentido y significado del derecho a la educación y sobre la misión de las universidades creadas para formar seres humanos libres y autónomos, responsables con la sociedad de su tiempo, que aparece convulsa, indiferente, angustiada, con creciente agresión, falta de respeto, inmoralidad de funcionarios y políticos corruptos, con desinformación, manipulación de pasiones, engaño y violencias que regresan.
La universidad pública, a pesar del asedio y deficiencias, ha cumplido un papel social determinante en la formación de la inteligencia, pero también en la construcción de ciudadanía y sentido de nación, que la provee de capacidad ética y política para ocuparse de su propia agenda, pero también ser actora en la defensa de la agenda social. Ha participado de luchas contra la dictadura, la moral exacerbada, el fascismo, la explotación y la opresión y sus campus han sido lugar esencial para que su profesorado de altas calidades en la ciencia y los jóvenes de enormes capacidades, circulen saberes universales y sienten las bases teóricas y prácticas de los cambios que ha vivido el país. La mayoría de profesores y estudiantes provienen del mismo sector social de víctimas, excluidos y mayorías en condiciones de precariedad económica a consecuencia de las desigualdades y del déficit democrático. En el país de 286 instituciones de educación superior, 81 son universidades y de estas solamente 32 son universidades públicas, todas regidas por la constitución laica, plural y diversa.
Sin universidades públicas el país hace tiempo sería un campo de horror y de barbarie sin memoria y es incontrovertible que la mayor parte de la producción científica y cultural del último siglo, se ha producido con presupuesto público y sus artífices son sus jóvenes y profesores. Razón de más impedir que se las quiera tratar como islas o aislarlas, con estigmas y desinformación. Necesitan del respeto, protección y acompañamiento de la sociedad y del estado para fortalecer su capacidad científica y cultural y la sociedad está llamada a entender que históricamente ellas educan en y para ser libres, comprometidos con el presente y forjadores de salidas y esperanzas de un pronto futuro de bienestar.
Por ser una síntesis de la sociedad, agrupan fácilmente múltiples demandas sociales, que la convierten en promotora del desarrollo, pero además en vocera y actora social protagónica de los temas prioritarios de la agenda nacional, que mezclados con los de su propia agenda, en la coyuntura, en la que la percepción generalizada es que el país va mal, la guerra regresa y el odio se recrudece, terminarán por configurar un mapa complejo y diverso, que parece apuntar hacia un levantamiento popular contra el patriarcalismo, el capitalismo, el paramilitarismo, la militarización y por la defensa del estado de derecho(s), que contienen políticamente inconformismo contra el partido en el poder, por incumplimiento al acuerdo de paz, barreras a JEP, Comisión de la Verdad, curules a víctimas, centro de memoria, abusos policiales y socialmente desesperanza por imposición de modelos ineficaces y fracasados de extracción de recursos, tributos, salud, jubilación y empleo. La agenda propia de la movilización universitaria se centra en el reconocimiento y respeto por la autonomía que es derecho fundamental, la democracia participativa que es un principio central y la financiación total con recursos de la nación, que es base del sistema público, como ocurre con los demás organismos públicos (ministerios, fuerzas militares, otros) exentos de recurrir a la autofinanciación.
La universidad pública tiene el imperativo de reconducir su nueva visión, crear condiciones para realizar la paz y los derechos en colectivo, lo que exige de sus estamentos responsabilidades y compromisos para mantenerse abiertas y en ejecución de sus tareas científicas y culturales, afianzar la verdad como valor y principio de diálogo entre estamentos y, afianzar el rechazo unánime a toda opción material o simbólica de violencia, que propicie chantaje, amenaza, manipulación, producción o escenificación del horror o reproducción de tácticas de guerra. Lo contrario repercutirá negativamente con la puesta en riesgo de su legitimidad como referente ético de la agenda social, en cuanto ninguna violencia es útil ni bienvenida para defender a la universidad pública, y aparte el costo político lamentable será la pérdida del afecto y solidaridad ganada en la sociedad con las movilizaciones de 2011 y 2018. La mezcla de agendas, propia y social, no es ajena al hacer de la universidad y no resulta claro entonces cómo y quién puede llamar a parar la movilización (que no es parálisis, ni bloqueo, ni inmovilidad académica) cuando los jóvenes con su voz y rebeldía cubren el silencio de los intelectuales, impiden el olvido de la tragedia humana de los ocho millones de víctimas y desplazados (que ya no cuentan en las cifras oficiales) y hacen visible el sistemático genocidio de indígenas, líderes sociales y excombatientes y señalan la reactivación paramilitar.
A manera de colofón, es preciso reafirmar que la universidad no incuba violencia. Ninguna asignatura ni currículo enseña cultos, ni doctrinas de guerra, ni hace apología al horror. Los juegos de guerra no son una herramienta válida ni reconocible para defender la universidad pública, ni le aportan para hacerla protagónica de la agenda de lucha social, en tanto que la fuerza nunca será mejor que la imaginación ni el miedo podrá superar la creatividad humana expuesta con su protesta civil.
Posdata. De Alfredo Molano, el país crítico, le agradecerá por siempre su disciplina de columnista honesto, que dijo la verdad cada semana, aunque sabía que podía costarle la vida. Siempre comprendió, vivió y defendió la Universidad Pública, con su pluma y con la verdad.