Cuando un nuevo paro del magisterio pone sobre la mesa la crisis que el sector atraviesa desde hace décadas sin resultados transformadores a la vista, más allá de los centros urbanos y de la crítica feroz de quienes no conocen de cerca las vivencias desarrolladas en torno a los procesos educativos, son otros los padecimientos y limitaciones que viven quienes intentan acudir a la escuela pública en busca de formación y de conocimiento. Esta es apenas una de esas historias.
Orlando Rodríguez era uno de los 48 muchachos que hace poco más de un año, al iniciarse el período escolar, se matriculó y asistió a la escuela que la misma comunidad con ayudas gubernamentales levantó en la Vereda La Esperanza del Municipio de Cumbitara en el departamento de Nariño.
De unos diez años, mediana estatura, con los rasgos mestizos de su raza y el color de quien se ha curtido en las inclemencias del monte y el ardiente sol con que se infesta la zona del Bajo Patía, al ingresar al segundo de primaria sabía más de maní y arados, de hormigas y culebras, o de guanábanas y plátanos, que de un tal Agustín Agualongo a quien en una guerra habían capturado en El Castigo, por territorios aledaños a su Vereda, o de que un tercio más un cuarto es una suma de quebrados de distinto denominador, y no una adivinanza de alcoba propia de gentes urbanas, tal como él creía.
Los tres primeros meses acudió en las mañanas a clases igual que todos desde las siete en punto, después de caminar hora y media para llegar a tiempo, llevando en su morral dos cuadernos, lápiz, borrador, y una pequeña cartilla que serviría de guía. Con el bote de agua panela ácida y las tajadas de plátano engañaba el hambre, hasta reabastecerse con lo mismo pero en mayor abundancia, además de algún huevo y mazamorra, o quizá un plato de sopa, a las cinco de la tarde en que regresaba a casa, atiborrado de teorías y de estudios.
Cuando llegó diciembre, antes de unos días de vacaciones para pasar las navidades en casa, los profesores, como todos los años, citaron a reunión de padres de familia para entregar calificaciones y recomendar consignas que acercaran tanto a progenitores como a hijos, con sus maestros y con la comunidad en general, teniendo en la mira el logro de un espíritu de convivencia que permitiera hacia futuro acciones conjuntas en bien de la Vereda.
La reunión fue álgida: grupitos de dos, tres personas llamadas una vez y otra para que se unieran; reclamos airados por mínimas cosas trasluciendo el machete atado de cierta forma en la cintura; actitudes caprichosas y desconfiadas vislumbradas desde el hecho mismo de no darse la mano; y un desinterés y apatía hacia las recomendaciones, que emulaba con el ausentismo injustificado de más de la mitad de los citados, fueron las características de una asamblea que parecía intentar desvanecerse como el humo. Después, tras algunos tazones de guarapo, no faltaron las amenazas, maldiciones y argumentos como: !abajo el estudio!, argumentando que de tantos doctores conocidos la mayor parte ni siquiera tenía un trabajo estable y afín con lo estudiado, olvidados además de distinguir ya entre las potencialidades de una hierba u otra, o de sembrar una mata de plátano o de maíz con sus propios recursos.
Los profesores querían insistirles en que fueran amigos; que buscaban con sus enseñanzas formar líderes y personas dispuestas a orientar su propia comunidad; que debían fomentar en los muchachos una mentalidad distinta a "el día que quiera no voy", o que en una semana se dejara de asistir tres o cuatro veces justificando luego las ausencias con la disculpa de permisos rebuscados; que estos fenómenos impedían establecer un método que en realidad enseñe y forme con miras al porvenir; y que la educación, como inversión inicial del desarrollo si se toma de esa forma, es un deber y un derecho de los ciudadanos para construir un patria más grande y más justa.
Pero no pudieron. Comprobaron que para todos es mucho más importante la cosecha y la siembra, la cerrería y los negocios que no causan gastos y producen ingresos, que dedicarse a desentrañar los libros y escuchar teorías que en nada los llenan; o que una llamada de atención o un regaño por una cuestión mínima, es imperdonable cuando afecta tanta susceptibilidad de vidrio.
Así se supo que al final del año solo quedaban no más de 30 alumnos, señalando un porcentaje de retiro de casi el 40 por ciento.
Orlando fue otro de los desertores. Su abandono, como el de sus compañeros, igual al que ocurre en cualquier otra zona del Departamento, es el reflejo del significado que para muchos tiene la educación en el momento. De esta forma, no es raro que las escuelas deban clausurarse por meses o por años, ya que a pesar de los esfuerzos y las recomendaciones, el estudio y los libros son, en estos casos, artículos de lujo, que solo pueden alcanzarse sacrificando el trabajo y toda la mano de obra que implica y que genera la aprehensión de las monedas requeridas para engordar a las gallinas, a un cerdo que podría suplir la alimentación familiar de un mes entero, o para comprar los elementos que sirvan para desatar otra cosecha.