Monumentos, memorias y espacio público: el pasado no perdona

Monumentos, memorias y espacio público: el pasado no perdona

La democratización de la vida pública debe contemplar la disputa ciudadana por los espacios físicos. Una perspectiva

Por: José Abelardo Díaz Jaramillo
septiembre 17, 2020
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Monumentos, memorias y espacio público: el pasado no perdona

Recientemente el mundo presenció la irrupción de un movimiento de destrucción de monumentos que sacudió con fuerza a los Estados Unidos y a varias naciones de Europa, originado a raíz del asesinato del afroamericano George Floyd, en la ciudad de Minneapolis (EE. UU). Meses atrás (2018), otro movimiento similar, aunque menos potente, se gestó en algunas ciudades de Alabama, Virginia, Florida y Kentucky, en los EE. UU. En esa oportunidad, y como resultado de un acto racista ocurrido en Charlottesville (Virginia), un acumulado de indignación contra el supremacismo blanco se desbordó poniendo en la mira monumentos, banderas y nombres de calles que desde hace decadas vanaglorian a figuras públicas ligadas a ideologías discriminatorias.

Decenas de símbolos fueron derribados y muchos se salvaron de correr con la misma suerte. Con especial furia, los inconformes se volcaron sobre las estatuas, monumentos y placas que evocaban a Robert E. Lee, un general esclavista que comandó el Ejército Confederado de Virginia del Norte durante la Guerra de Secesión desde 1862 hasta su rendición en 1865, y que ha sido convertido en un héroe en los estados del sur.

El movimiento de 2020 logró extenderse de Estados Unidos a Europa, sintiéndose sus efectos particularmente en Inglaterra, Francia, Bélgica e Italia, en donde fueron derribadas o intervenidas estatuas de figuras vinculadas al colonialismo, el tráfico de esclavos, el imperialismo, el racismo e incluso el fascismo. Aquí algunos ejemplos de monumentos intervenidos en distintas partes del mundo:

- Estatua de Cristóbal Colon: decapitada. Lugar: Boston, EE. UU.

- Busto del general Emile Storms, colonialista en el Congo: pintado. Lugar: Bruselas, Bélgica.

- Estatua de Edward Colston, comerciante de esclavos: derrumbada. Lugar: Bristol, Inglaterra.

- Estatua de Robert E. Lee, racista y traficante de esclavos en EU: pintada. Lugar. Virginia, EE. UU.

- Estatua del Rey Baudouin, último rey belga en el Congo: pintada. Lugar: Bruselas, Bélgica.

- Estatua de Indro Montanelli, periodista italiano con pasado fascista: pintada. Lugar: Milán, Italia.

Otros símbolos se salvaron gracias a la acción de las autoridades, como ocurrió con las estatuas de Winston Churchill y del rey Jacobo II, instaladas en Londres. El alcalde de la capital inglesa, Sadiq Khan, se vio obligado a quitar la estatua del esclavista Robert Milligan del exterior del Museo de los Docklands y ordenar la vigilancia de las estatuas y nombres de calles que pudieran tener conexión con los valores motivantes de la cólera social. Algo similar ocurrió con una estatua del rey Leopoldo II, responsable de la muerte de congoleños a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, la cual debió ser retirada de la plaza de Amberes (Bélgica), después de ser blanco de los manifestantes. En Chicago, la alcaldesa Lori Lightfoot ordenó el retiro de dos estatuas de Cristóbal Colón, como efecto de la presión ciudadana, por considerar que representaban una apología del genocidio y la explotación de los pueblos originarios de América.

Espacio público en disputa

La destrucción de monumentos en países que guardan conexiones con pasados coloniales y racistas condensan, a la vez, sentimientos diversos y críticas a valores que encarnan gobiernos o líderes políticos contemporáneos. De ese tipo de acciones colectivas se pueden extraer algunas consideraciones, que, por cierto, se conectan el contexto colombiano, a propósito del derribamiento de la estatua de Sebastián de Belalcázar en la ciudad de Popayán, por miembros del grupo étnico misak (precisando que no es la primera vez que ocurre un hecho de esta naturaleza en el país).

- En primer lugar, existe la percepción de que los monumentos no son objetos de decoración urbana, sino artefactos políticos cargados de sentidos que se proyectan a la sociedad. No es ninguna casualidad el hecho de que en Estados Unidos haya más de 1500 monumentos que evocan afirmativamente figuras o situaciones relacionadas con el racismo, y que muchas de estas destaquen, especialmente, al esclavista Robert E. Lee. Al respecto, un activista afroamericano residente en EE.UU. manifestó que detrás de esa práctica simbólica (erigir simbolos), además de justificar la esclavitud, se intenta negar u ocultar lo que padeció la población negra en ese país: “En EE.UU. tenemos monumentos y memoriales de la confederación por todos lados. Tenemos muy pocos que hablan sobre la esclavitud, la época del terror”, afirmó.

- En segundo lugar, la acción contra las estatuas conlleva un reclamo implícito por revisar el pasado y la forma como el poder dominante hace uso de aquel para instalar una memoria pasiva y legitimadora de prácticas u ordenamientos sociales intolerables. En otros términos, se cuestiona la predominancia arbitraria de una representación del pasado que desecha otras interpretaciones, incluso disidentes. Bien puede verse ese reclamo como una aspiración mayor a que se democratice la construcción de la memoria pública, es decir, a que se discuta colectivamente qué debería ser recordado, por qué y cómo.

- En tercer lugar, la destrucción de monumentos es una manifestación de las disputas ciudadanas por los espacios públicos. No se debe olvidar que la memoria tiene siempre un referente espacial, y que los espacios físicos están cargados de significados. Aquí se abre una oportunidad para pensar cómo se han marcado simbólicamente los lugares de una ciudad (parques, plazoletas, alamedas, cerros, etc.), dilucidando los mecanismos que permiten la representación de ciertos personajes o acontecimientos en detrimento de otros. Lo que podríamos llamar el poder oficial dominante se suele apropiar de los escenarios públicos para imponer, a través de narrativas simbólicas (nombres, diseños estéticos, guiones de lectura, etc.), su hegemonía política.

De ahí que la democratización de la vida pública también deba contemplar la disputa ciudadana por los espacios físicos: desde la denominación (¿cómo nombrarlos?), pasando por la construcción de sentidos, hasta las formas de ocupación y usos. Lo anterior demanda, a su vez, que los actores políticos estén compenetrados con los saberes de la ciudad, la región o el país (hitos históricos, lucha por derechos, etcétera); con los pormenores de la política cotidiana (que incide en la designación de los lugares de memoria); y que apuesten por la creatividad para resignificar de manera permanente los espacios públicos.

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