Hace unas semanas, mientras daba un paseo por el centro de la ciudad, me topé con una escena que me dejó pensando durante días. Un grupo de manifestantes rodeaba la estatua de un personaje “x” en la plaza principal. Algunos gritaban consignas exigiendo su derribo inmediato, mientras otros defendían con pasión su permanencia. La tensión en el aire era palpable, y me encontré allí parado, observando, sin saber muy bien de qué lado estaba.
Esta situación me llevó a reflexionar profundamente sobre cómo estamos lidiando con nuestro pasado. ¿Realmente creemos que derribar una estatua borrará siglos de historia? Me parece una idea tan ingenua como peligrosa. Nuestra historia, al igual que nuestras vidas, está llena de contradicciones, de momentos de luz y de sombra. Pretender que solo existió lo que hoy consideramos correcto es negar nuestra propia naturaleza humana y nuestra evolución como sociedad.
Recordé entonces las palabras de Chimamanda Ngozi Adichie sobre "el peligro de la historia única". ¿No estamos cayendo en esa trampa al intentar borrar las partes de nuestra historia que nos incomodan? Me preocupa que, en nuestro afán por corregir los errores del pasado, estemos creando una versión simplificada y unilateral de nuestra historia. ¿Qué pasaría si nuestros hijos solo conocieran una versión edulcorada del pasado, sin los matices y complejidades que nos han llevado a ser quienes somos hoy?
El argumento de que estas estatuas perpetúan ideologías dañinas tiene su mérito, no lo niego. De hecho, pasé noches en vela pensando en ello. Pero, ¿no estaremos perdiendo una oportunidad única de aprendizaje? Imaginen el potencial educativo de transformar estos monumentos en puntos de reflexión. Una tarde, mientras tomaba un café cerca de la estatua, se me ocurrió: ¿Y si añadiéramos una placa que contextualice, que explique los claroscuros del personaje? Podría ser infinitamente más poderosa que un pedestal vacío. Nos obligaría a enfrentar nuestro pasado en lugar de ocultarlo.
Y hablando de enfrentar cosas, ¿realmente creemos que derribar estatuas resolverá problemas tan arraigados como el racismo o la desigualdad? Me recuerda a lo que mi amigo Juan, fan del filósofo Bonete, llama un "placebo moral". Es como si nos diéramos una palmadita en la espalda por hacer algo simbólico, mientras evitamos las soluciones difíciles pero necesarias. Necesitamos políticas concretas, educación, diálogo... no gestos que, al final del día, cambian poco y dividen mucho.
El otro día, charlando con una vieja colega, maestra de mil batallas pedagógicas sobre esto, me contó cómo era la ciudad cuando ella era joven. Sus historias me hicieron darme cuenta de cuánto hemos cambiado como sociedad. Y eso me llevó a pensar: ¿es justo juzgar el pasado con los ojos del presente? Sí, desde nuestra perspectiva actual, muchas figuras históricas parecen monstruos. Pero, ¿podemos realmente comprender el contexto en el que vivieron? No se trata de justificar lo injustificable, sino de entender que la historia no es blanca o negra, sino un caleidoscopio de grises.
Y ya que hablamos de blanco y negro, ¿no es irónico que en nombre de la justicia social estemos aplicando las mismas tácticas de censura que criticamos? Borrar no es la solución. La historia, por dolorosa que sea, es nuestra. Negarla es negarnos a nosotros mismos la oportunidad de aprender y crecer. Me pregunto qué pensarían nuestros antepasados si nos vieran intentando borrar sus huellas, buenas o malas.
Tampoco puedo dejar de pensar en cómo cambiaría el aspecto de nuestras ciudades si empezamos a quitar monumentos. Estas estatuas son parte del paisaje que me ha visto crecer. Recuerdo jugar de niño alrededor de ellas, sin entender realmente su significado. Ahora, como adulto, me doy cuenta de que son mucho más que simples decoraciones urbanas. Son capítulos de nuestra historia colectiva, tallados en piedra. ¿No sería más enriquecedor reinterpretarlas que simplemente hacerlas desaparecer?
Hoy tomando tinto ( el deporte nacional de los profesores) con mis colegas aborde el tema. Las opiniones estaban divididas, pero todos coincidimos en algo: este asunto merece un debate más profundo y menos visceral. La historia es complicada porque los seres humanos lo somos. En lugar de intentar simplificarla, deberíamos esforzarnos por entenderla en toda su complejidad. Solo así podremos construir un futuro verdaderamente justo y equitativo.
No tengo todas las respuestas, lo admito. Pero cada vez que paso por esa estatua, no puedo evitar preguntarme: ¿Qué haremos con nuestro pasado incómodo? ¿Lo derribaremos o tendremos el coraje de enfrentarlo, analizarlo y aprender de él?
¿Y tú qué piensas estimado lector? ¿Deberíamos seguir el camino aparentemente fácil de la demolición o atrevernos a mirar nuestra historia a los ojos, por incómoda que sea? La decisión que tomemos hoy definirá no solo nuestro presente, sino el legado que dejaremos a nuestros hijos y nietos. ¿Estamos preparados para esa responsabilidad?
Mientras escribo esto, miro mis redes sociales y veo la silueta de la estatua de quien en su tiempo fue un casi héroe para los colombianos , una estatua destrozada sobre el suelo, cuando este país requería símbolos que lo sacaran de una narrativa de exclusión social figuras como estas nos regresó una sentimiento de dignidad nacional . Me pregunto qué historias podría contar si pudiera hablar. Quizás, en lugar de silenciarla, deberíamos aprender a escuchar lo que tiene que decirnos sobre quienes fuimos, quienes somos y quienes queremos ser.