Por estos días el país volvió a polarizarse, en esta ocasión por cuenta del derribamiento de la estatua de Belalcázar en el morro de Tulcán por parte de comuneros de los pueblos misak, nasa y pijaos; estos como el último reducto de las federaciones tribales que compartían características culturales y lingüísticas, y mantenían relaciones sociales y económicas, principalmente con los pueblos coyaimas y natagaimas (a quienes los españoles denominaron simplemente pijaos).
Pero en nuestra historia poco o nada quedó de esta cultura, solo algunas palabras como tui (bueno) o caique (saludo), y las crónicas donde se habla de los ataques de Calarcá, Cocurga y Coyara a Ibagué (nieve), inicialmente fundada en la actual Calarcá; y de los caciques Belara, Matara y Metaqui, entre otros, famosos todos ellos por su valentía y oposición a la invasión española de Andrés López de Galarza y muchos más.
Calarcá repudió de manera radical el asocio de Combeima, cacique Coyaima, quien se convirtió al cristianismo y se cambió el nombre por el de Baltasar, entonces secuestró y se comió a su hijo; por lo que enfrentados en singular combate, Combeima logró atravesar a Calarcá con su lanza; Calarcá, al sentirse herido, en vez de tratar de retirar la lanza de Baltasar, optó por hundirla más en su cuerpo hasta que lo tuvo a su alcance y lo estranguló, muriendo según la leyenda los dos guerreros al mismo tiempo. Como los resguardos pijaos fueron disueltos durante el siglo XIX, estos iniciaron la recuperación de su territorio, bajo el liderazgo del Quintín Lame en 1914.
Un capítulo aparte merece la Cacica Dulima, injustamente olvidada, quien fue defensora y guardiana de las tradiciones de su raza. Como los españoles pensaban que era guardiana de un tesoro, entonces la acusaron de brujería para ejecutarla y así robarle. Galarza accedió a tal condena y atacó el templo de Dulima decapitando a los guardianes, y luego de un falso juicio la condenaron a las llamas como a una bruja.
Por ello al revisar el catálogo de estatuas y monumentos de Ibagué, encontramos que existen para todos los gustos, pero muy pocos para nuestros ancestros. Veamos: monumento a Andrés López de Galarza, a Simón Bolívar, a Francisco de Paula Santander, a Manuel Murillo toro, a Jorge Eliécer Gaitán, a Luis V. González y a Adriana Tribin. También está el de la música, el de los tolimenses, el de la bambuquera, el monolito musical, el homenaje a músicos tolimenses, el de los periodistas desaparecidos, el de las telecomunicaciones, el del deporte, el de la locomotora, el de la virgen, el de Prometeo artesano, los hijos de Neptuno y la diosa Hygeia. Tampoco podía faltar el Mohán y una serie de murales que adornan la ciudad; pero a los pijaos solo se les conmemora con la escultura del cacique Calarcá, el monumento a la raza, el boja, a Tulio Varón (guerrillero liberal de la Guerra de los Mil Días) y por supuesto a la Cacica Dulima.
Esto refleja que las estatuas se han convertido en insignias narradas desde el poder, en el lenguaje del despojador o el triunfador, y en una imposición artística; en consecuencia, ello debe llamarnos no a la división sino a una reflexión en torno a cómo queremos representarnos.