Yo no recuerdo exactamente la fecha, pero debió ser a finales de los años 60, días antes de viajar a vivir en Barranquilla con mi familia. Estoy casi seguro que fue en un especial de Espectaculares JES, programa musical de la tv colombiana, en donde vi cantar por primera vez a Armando Manzanero.
Por esos días sonaban ya en la radio sus canciones, que yo me había aprendido con deleite, y una noche, regresando a casa de mi abuela donde vivía entonces, me detuve al frente de la casa de un vecino atraído por la interpretación de Esta tarde vi llover que salía de un pequeño televisor en blanco y negro en la pequeña sala del señor Guillermo Maduro. Me senté en el pretil de ese vecino y allí vi a un manzanero vestido de blanco interpretar una a una sus canciones de entonces.
Me asombró que fuera un indiecito maya de menos de 1.60 y que tocara el piano y cantara al mismo tiempo de forma tan conmovedora. Desde ese día fui un seguidor de Manzanero, con una afición y un fervor que me hizo perdonarle algunas cosas más o menos deleznables que alcanzó a componer para nuevos cantantes recientes. Porque siempre he pensado que lo que ya había compuesto e interpretado él mismo, y muchos otros grandes, lo dejaban fuera del alcance de cualquier reproche. Nada podía arruinar ya tanta maravilla.
Y fue a finales de los años 70, en Barranquilla, cuando en una de las entregas de la legendaria revista Eco, que yo había empezado a coleccionar, encontré un extraordinario ensayo crítico sobre la poesía de Armando Manzanero, que me dejó supremamente impresionado y me llenó de una enorme satisfacción intelectual que me servía para explicarme a mí mismo la fascinación y el deleite que su música me provocaba.
No me atrevo a asegurar si aquel escrito era de Efraín Huertas o de Vicente Quirarte, ambos grandes poetas mexicanos cuyos textos poéticos y críticos yo había conocido ya en otras entregas de esa misma revista. No tengo en este momento esa colección de Eco a la mano para corroborar ese dato, pero sí sé que allí está publicado ese texto que hoy regresa a mi memoria con la muerte reciente de ese pequeño duende yucateco de la canción romántica.
Hace unos días, atemperado ya el duelo, leí una columna del escritor nicaragüense Sergio Ramírez en el que trae a colación una frase de García Márquez sobre Manzanero que dicen que resintió en su momento a Octavio Paz pero que celebró Carlos Monsavais. Se trataba del elogio que consideraba a Manzanero “uno de los más grandes poetas actuales de la lengua castellana”.
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El elogio de García Márquez que consideraba a Manzanero “uno de los más grandes poetas actuales de la lengua castellana”
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La frase, claro, puede ser considerada una boutade, una provocación, una de esas vainas que podía decir Gabo, él mismo un bolerista frustrado; pero hoy ya sabemos que hay más de dos razones literariamente poderosas para demostrar que esa idea tiene un indudable sustento conceptual y lingüístico que nos ayuda a entender lo que hay de verdad en ese aserto.
Ramírez comenta también lo que el propio Monsivais, que tenía una profunda valoración de la poesía popular mexicana y latinoamericana, consideraba lo que había de virtuoso en Manzanero, que no era otra cosa que el haber de haber llevado a la gente a vivir un “inevitable enamoramiento del amor”, que al decir del autor del artículo “es lo que hace toda poesía amorosa cuando es efectiva y suficiente”.
Pero retomando mi propia experiencia con Manzanero quiero comentar lo que me sucedió cuando en 2012 los amigos de Barranquijazz me contaron la intención de traerlo al festival. En ese momento les manifesté mis reservas por lo que consideraba un riesgoso error de programación. ¡Hubiese sido hace diez años!, dije. Pero ya la suerte estaba echada.
Yo, sin embargo, dominado por mi indeclinable admiración de siempre, fui emocionado y temeroso para ver qué era lo que iba a suceder. Pensé que el maestro no tendría ya las fuerzas para asumir el peso de un escenario en un festival internacional de jazz. Pero me encantó comprobar que estaba equivocado. Ese día celebré su firmeza al no dejar que lo pusieran a cerrar el espectáculo y que mandara al carajo a los meseros que se paseaban con sus azafates de fritos frente al escenario.
Y brindó un concierto extraordinario interpretando con sabiduría y control a sus 77 años unos exquisitos arreglos jazzeados de su propio repertorio, esos grandes hitos culturales del bolero que tendrán a Manzanero en el Olimpo de los grandes compositores e intérpretes de nuestra música latinoamericana.
Lo verdaderamente grande es que un hombre con tan poquita voz y con la antifigura del Adonis de farándula que el negocio de la música promueve desde siempre, Manzanero haya vencido al tiempo y al estereotipo del cantante de moda.
¡Me quito el sombrero, monseñor Manzanero!