Mompox se ha muerto cuatro veces. La primera muerte fue a mediados del siglo XIX cuando el cambio de cauce del Río Magdalena la convirtió en una isla. La segunda fue a principios del XX cuando la irrupción de los barcos de vapor hizo innecesaria la escala en el pueblo ya que tenían la fuerza suficiente para llegar directo a Barranquilla. La tercera fue cien años después cuando la violencia paramilitar desplegada en el sur de Bolívar aisló del país. La última fue por cuenta de la naturaleza cuando la ola invernal del 2010 no sólo se comió su centenaria Albarrada al lado del río sino que se la arrebató a Colombia.
Pero esa Tierra de Dios como la bautizó Bolívar no se ha dejado borrar del mapa. Sus conjunto de edificaciones coloniales, republicanas, salvadas del tiempo y el abandono llevaron a que la Unesco declararan en 1995 a Mompox patrimonio histórico de la humanidad. Caminar al medio dia por la Albarrada que rodea el brazo del Magdalena, es un desafío al inclemente calor. El piso destila una humedad que vuelve invisible y pegajosa cualquier camiseta blanca. En esos dos kilómetros y medio ha transcurrido la vida de Santa Cruz de Mompox desde que en 1537 la fundara Alonso de Heredia. Allí, artesanos de la filigrana, herreros y los pocos descendientes de españoles y familias raizales que aún habitan la ciudad, combaten el calor de la tarde sentándose en las mecedoras sobre los andenes recién remodelados.
Hasta el 2012 esos muros eran los mismos que había desde la colonia. Cada propietario de los caserones construyó su andén como quiso. La centenaria incoherencia geométrica presentaba un vistoso caos al ocasional caminante. Hoy nada de eso queda, todo es rectilíneo, organizado. Los $12.000 millones que invirtió el Ministerio de Cultura remodelando el sector de la Albarrada empiezan a verse. Los ladrillos huecos que trajeron de chircales de Bogotá y Cúcuta no tienen nada que ver con la tradición momposina pero conservan armonía con el color del rio Magdalena. Lugareños como el antropólogo y arquitecto Giovanny Di Fillipo se preguntan ¿Por qué, teniendo Mompox una manera de hacer ladrillos que no se modifica desde la colonia, prefirieron traerlos de afuera? El único argumento que presentó Opus, la firma de arquitectos antioqueños que ganó la licitación para las reformas, fue que los ladrillos momposinos no cumplían con las normas de Icontec. A los Di Fillipo nada que no sea raizal los convence y no dudan en dar todas las batallas por la ciudad donde por generaciones ha vivido su familia.
Durante la ola invernal del 2010 el Magdalena se llevó las murallas que desde hacía cuatro siglos atemperaban las aguas del río. El gobierno nacional gestionó 100 mil dólares con entidades internacionales para recuperar las murallas. No sólo pusieron en su lugar una placa de cemento sino que, en la reconstrucción, cerraron los puertos del Moral, que conducía directamente a la Casa de la moneda, la calle más conocida de Mompox y el puerto los jesuitas. Ambos puertos tenían más de tres siglos de existencia, una decisión que lamentan los momposinos. Los Di Fillipo dieron su batalla cuando se inició la primera remodelación y enfrentaron con sus quejas a las a La subdirectora de patrimonio Olga Pizano y la arquitecta María Cecilia Garcés, funcionarias del Ministerio de cultura de entonces en cabeza de Maria Consuelo Araujo en el gobierno de Uribe.
Las cuatro manzanas que componen el centro histórico de Mompox son una obra de arte que no merece, según los detractores, algunas de las intervenciones que se hicieron. Una de ellas, imperceptible a la vista del turista desprevenido, son las lámparas con las que iluminaron la Albarrada. Para el momposino común y corriente el hecho de que ahora el malecón tenga luz es un logro inobjetable. Durante años la principal arteria del pueblo estaba sumida en la oscuridad. Para los opositores la llegada de los postes, coronados por unas lámparas de plástico que se convierten en una afrenta a un legado cultural.
Di Fillipo cree que Opus, la oficina de proyectos urbanos creada apenas en el 2007, no tenía la suficiente experiencia para quedarse con la licitación que en el 2009, en el gobierno de Álvaro Uribe, destinó 24 mil millones de pesos para recuperar los 70 mil metros cuadrados que revitalizarían el centro de Mompox. Las críticas que le llueven a Opus por parte de los arquitectos que lideran los Di Fillipo no se limitan a las obras de la Albarrada, sino que tampoco los convencen las plazas de Santa Bárbara, San Francisco y La Concepción que fueron intervenidas para evitar su deterioro.
Estas no solo están dirigidas al Opus, sino al anterior director de patrimonio del Ministerio, Juan Luis Isaza, por no haber activado la veeduría de obras y vuelto realidad el acuerdo previo con los habitantes del pueblo para determinar cómo se realizarían las obras. Nada de esto se realizó. Los que conocieron Mompox hace cincuenta años están convencidos que las reformas no tienen nada que ver con el espíritu de la otrora Tierra de Dios.
La mayoría de estas críticas vienen de puristas y especialistas arquitectónicos que quieren ver a Mompox inmutable, eterna. Y lo cierto es que para los ojos que llegan de afuera Mompox es sorprendnete, una joya preservada en el tiempo que no ha podido ser vencida ni por los embates de la naturaleza ni por la indiferencia de su alcalde José Orlando Rojas, difícil de explicar en un gobernante que pertenece al Partido Verde que plantea, entre sus programas, el apoyo a la cultura. El Ministerio de Cultura, en una visita realizada a finales de septiembre, valoró las reformas y no solo les dio el visto bueno, sino que apoyó la restauración que está realizando la Escuela Taller de Mompox, que trabaja en coordinación con la de Cartagena. La escuela, que dicta cursos de restauración y oficios a jóvenes de la ciudad, sigue a la espera del compromiso del alcalde Rojas con la sede que ofreció cederles. El entusiasmo del burgomaestre por la concentración del centro se limita a mantener controlado el tráfico de vehículos y en no permitir el parqueo en los espacios públicos en preservarla limpia y grata como ese destino escondido en el rio Magdalena a donde llegar es de hecho una aventura.
Es el atardecer de un sábado y, asfixiados, los caminantes se sientan en una de las bancas nuevas. De frente al río lo único que se escucha es el sonido de las chicharras. Si se concentran en los colores que va botando el sol mientras se va muriendo, podrán escuchar a los herreros martirizar el hierro sobre un yunque, a los voceadores del puerto anunciando el último barco a Magangue y a los champanes entrando indolentes a Mompox, el pueblo al que no se le ha podido arrebatar la belleza.