La condición humana aparece en todas las esquinas de la obra de Luis Fernando Peláez. Cuando a Octavio Paz le preguntaron si trabajaba como maniaco depresivo, él contesto: prefiero referirme al entusiasmo de la melancolía.
Luis Fernando Peláez, hijo de un hacendado antioqueño, comenzó como arquitecto pintando los paisajes de su tierra mientras recordaba sus momentos interiores que recorría en su niñez. La presencia de la cordillera como columna vertebral, el río Cauca como vertiente sanguínea, las crónicas musicales de las campanas de las iglesias como sonidos sagrados o, los ruidos de los trapiches como eje de una producción.
Es su proceso de producción acumulado en la memoria ese prólogo un día se convirtió en obra de arte y, como anota el filósofo francés Deleuze: “El objeto de la ciencia no son los conceptos, sino las funciones que se presentan como sistemas discursivos”.
Y, la acuarela se convirtió en objeto cuando por casualidad, involucró un pequeño muñeco que le otorgó a su obra, la idea de la distancia en el espacio y en el tiempo.
Pero se atrevió a ser artista cuando la sombra de la muerte llegó a los umbrales de su casa. Sobre la casa se toma conciencia del adentro y del afuera. El arte es el mecanismo para buscarle una salida a la sombra. Empieza a buscar el espejismo del espacio mientras piensa en el diluvio universal en una gota de agua. O, en la penumbra que la luz que se refleja en el agua cuando llueve. Le importa el punto de vista personal donde tiene inmerso el tiempo y el espacio en la memoria.
Sus obras con viento nos muestran ausencias y presencias de la melancolía. El mundo íntimo, de maletas sin territorio, de lugares con escenografía muda es una historia conmovedora que se acerca a mundo literario, de lugar sin lugar, de lo lleno y de lo vacío. De un territorio íntimo con alma propia.
Así la sombra se vuelve caja, la caja se vuelve sombra, el árbol geografía y la lluvia viento.