La modernidad fue una constelación deslumbrante, asumió como primicia la razón, decir: “pienso luego existo”, era admitir un lugar en la cumbre de la civilización, no sentirla pertenecer al reino de los bárbaros.
Sin embargo, el pensamiento universal que inspiró la racionalidad colapsó, sufrió un agudo infarto y sus especialistas, con medicinas alternativas, trataron de recuperar su salud.
Las terapias no fueron totalmente curativas y su ideario fue objeto de posteriores recaídas: la historia, el sujeto y el progreso, para no citar otras racionalidades, padecieron de arteriosclerosis que provocaron el endurecimiento de sus arterias culturales.
Alcancemos la modernidad, adoptemos posturas del hombre nuevo, incorporemos ideologías y criterios de clase a los planes para darle sentido a la vida, no fueron más que pretensiones vanidosas que al final naufragaron.
Los proyectos, que le darían sentido estético a las prácticas sociales se hundieron; el sentido de la fraternidad, que intentó reacomodar el mundo, se resintió; el advenimiento de la economía del “sálvese quien pueda” y compartir la vida del “nosotros” entraron en crisis. Estalló la necesidad de crear nuevos paradigmas.
Hoy, queda claro, la modernidad fue una ficción filosófica, sus protocolos humanistas, que rompieron con el escolasticismo, quedaron vacíos. La solidaridad no pudo negociar criterios de sana convivencia.
Sus espacios se quedaron cortos, saturados por la insolvencia ética en terreno del pensamiento político y en el campo de lo estatuido.
El ciudadano moderno nunca existió, la empatía de sentirse juntos fracasó y el “contrato social” resultó ser plena negación del sujeto.
En simple lógica, el pacto fue roto por aquella parte a quien se le delegó el poder, legitimándole a la otra la rebeldía, que encontró ecos emancipadores.
No se cumplió con el pacto: (…“ningún ciudadano debería ser tan rico como para poder comprar a otro, y ninguno lo bastante pobre como para tener que venderse”), El Contrato Social (J.J. Rousseau (1712-1778).
El desencanto con la modernidad, a pesar de producir avances en las ciencias humanas, la literatura y el desarrollo, paralizó el equilibrio social.
Siglos después los pensadores removieron la crisis del pensamiento con la pretensión de unificar el mundo, como la formulada por Francis Fukuyama, autor del El fin de la Historia (1992), quien con un tufillo hegemónico proclamó el fin de las ideologías, cuando la tesis central debió ser la mundialización del capital, como ya lo había intuido Marx, uno de los grandes sospechosos de la historia.
La modernidad, pobrecita, no pudo instaurar representaciones de sensibilidad estética, su pensamiento medular fue débil, no halló duros núcleos de poder que dieran paso a otros saberes fundantes y culminó convirtiendo a las comunicaciones en púlpitos globales de seducción política consumista.
A su defunción asistieron el sujeto ilustrado, la vanguardia, la ética, el humanismo y el futuro.
La modernidad, horizonte civilizatorio, quedó obnubilada por la trampa del progreso, ante la atónita mirada de dos mil millones de pobres.
El progreso, invocado por el Estado, fue usado para crear la quimera del desarrollo homogéneo, equilibrado y lineal.
Enorme engaño que aún sirve para asignarle al bienestar humano un carácter ascendente, haciendo de la historia un acontecer rectilíneo, homogéneo, uniforme y, sobre todo, optimista.
Es allí donde estamos acorralados. Lo demás es falacia universal que causa estupor por el manejo otorgado al “progreso”, que hoy tiene la “Global House” como doctrina defensora del mercado mundial, desde la cual se mira con desprecio a los miembros del contrato neoliberal, excluidos de la bienandanza terrenal.
Contrato neoliberal que ha producido un ciudadano golpeador de cacerolas, taponador de caminos y elector esperanzado, orgulloso de ser operador digital, de su andar alienado y cabizbajo, sin compromisos con la libertad y piadoso creyente de la Gran Metáfora de la democracia.
Salam aleikum.