Enormes protestas por el crimen de George Floyd en Minneapolis. En sólo 2018 la policía de USA mató 229 negros. No sé si en Colombia alguien lleve esas cuentas, pero mientras el mundo entero se conmovía por las protestas en Norteamérica, se conoció que en Puerto Tejada, Cauca, un joven afro de 21 años, Anderson Arboleda, fue víctima fatal de la Policía colombiana.
Agentes lo increparon casi a la puerta de su casa por violar la cuarentena. Uno de ellos le descargó en la cabeza varios golpes. El hecho ocurrió el 22 de mayo pasado. Anderson y algunos familiares estuvieron luego en el Comando de la Policía, denunciando inútilmente el maltrato. Horas después tuvo que ser hospitalizado. Primero sufrió muerte cerebral, luego la suya.
Cadenas como RCN, contrariando todas las versiones de la familia de la víctima, riegan la especie de que la llegada de la Policía obedeció a que Anderson estaba involucrado en una riña callejera. Razón por la que no se sabe si los golpes que recibió se los propinó la autoridad o unos terceros. Una deliberada forma de contribuir a enturbiar los hechos y propiciar la impunidad.
Aparte del color existe un elemento en común del que no se habla cuando se registran esas muertes. Son gente pobre, de barriadas que padecen las consecuencias de la informalidad, la desigualdad social y la falta de oportunidades. Seres humanos sobre los que pende un estigma, sospechosos de ser delincuentes.
El racismo y otras formas de discriminación son conductas repudiables. Más cuando derivan en violencia y crimen. Aun así, resulta inútil condenar a quienes promueven y exhiben tales actitudes, si no se comprende que la causa real de ellas se encuentra, en los intereses y valores pregonados por el capitalismo salvaje que nos domina.
No es casual que Donald Trump se encierre en su búnker de la Casa Blanca, mientras ordena reprimir con toda la fuerza policial y militar, los manifestantes que protestan por el asesinato y la discriminación. Trump encarna el poder y la mentalidad del gran capital transnacional, y defiende a toda costa su orden económico, político, militar, social y cultural.
Ese orden ha sido el causante de las devastadoras guerras que en los últimos treinta años han arrasado, bloqueado, destruido y saqueado diversos países, echando a rodar a millones de migrantes hambrientos por el mundo. Negros de Asia y África en su mayoría. Aunque los hay más cercanos, y no solo de color prieto, como los venezolanos que mendigan en nuestro entorno.
La brutalidad militar o policial no es un exceso, es una práctica necesaria para el sostenimiento del modelo neoliberal. El narcotráfico, el paramilitarismo y la delincuencia organizada, entre otras formas de violencia, propician la adopción de infructuosos tratamientos represivos a gran escala, militares, policiales y judiciales, que a la larga terminan coartando derechos y libertades públicas, a la vez que inyectando la desconfianza y el miedo entre la población.
No son desafortunadas coincidencias los denunciados vínculos entre los escalones del poder y las mafias de todo orden. Son realidades que confluyen en la vinculación de los multimillonarios capitales ilegales al circuito normal de la economía. Pese a su rostro respetable, el poder del capital es corrupto. Afirma combatir el crimen, cuando en realidad lo genera y alimenta.
Por eso en amplias regiones del país gobiernan bandas de toda índole. La supermilitarizada herradura que va de Nariño a Urabá y el Catatumbo, por ejemplo. Una criminalidad que resulta funcional al modelo, porque asesina líderes sociales y reincorporados. Porque paraliza y siembra el terror, amén de facilitar la minería extractiva a gran escala y otros grandes negocios.
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Los militares gringos no llegan a combatir el narcotráfico, sino a los campesinos cultivadores a quienes el gobierno no les ha querido cumplir
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Los militares gringos no llegan a combatir el narcotráfico, sino a los campesinos cultivadores a quienes el gobierno no les ha querido cumplir, pero a quienes quiere escarmentar por sus luchas. Es decir a los mismos que están asesinando a diario. Supuestamente vienen a ayudar al combate contra los actores que siembran el miedo. Un miedo que sus jefes se encargan de fomentar.
El COVID19 inspira sospechas. No solo se ensaña en los pobres, sino que acorraló la gente en sus casas. Cerró el Congreso. Puso al Presidente a gobernar por decreto, sin control alguno. Ciudades, localidades y pueblos se tornaron en guetos, policías y soldados inundan sus calles. El ministro de Hacienda, en aras de la estabilidad, resuelve todo a favor del gran capital financiero.
Parece una conspiración. Y no sólo ocurre aquí, sino en todas partes. Negros y pobres, entre los primeros, son señalados como reales o potenciales delincuentes. Por eso los atropellan, golpean y matan. Nos instruyen para tenerles miedo. Para que avalemos la acción de las autoridades. Todo es guerra, contra el terrorismo, contra la delincuencia organizada, contra el coronavirus.
No existe un modelo para acabar la pobreza, en cambio sí para exterminar los pobres.