A un millar de kilómetros de Bogotá y a algo más de dos mil quinientos de La Habana, en el piedemonte de la cordillera de los Andes, al sur de Colombia, se encuentra el valle del Sibundoy que alberga a Mocoa, la capital del departamento del Putumayo. La noche del último viernes de marzo cayó sobre la ciudad un aguacero de dimensiones colosales.
El río Mocoa, en cuya margen izquierda se encuentra la ciudad, aumentó su caudal de modo impresionante, represando a su vez las aguas de sus afluentes Sangoyaco y Mulato que atraviesan la ciudad en sentido oriente. En las primeras horas del sábado una avalancha incontenible de aguas, lodo, piedras, árboles y desechos se echó encima de 17 barrios.
Veintitrés años atrás, Ferleín, un muchacho de catorce años que vivía con su madre y hermanos en una vereda del municipio de Briceño, en Boyacá, tomó la decisión de ingresar a las FARC. La miseria en que se debatía su familia arrinconada en un rancho de paja, era el mejor estímulo para buscar otro destino y sumarse a la lucha por cambiar su suerte.
Entre los recuerdos que lo acompañaron en su trasegar por distintos frentes del Bloque Oriental, figuró siempre el de su hermanito menor, un niño de ocho años con su mismo color de piel y sus ojos vivaces. Aprendió de la vida que la guerrilla, con su larga historia de vivencias compartidas con hombres y mujeres como uno, se torna con el tiempo en la familia.
En filas se deja de sentir el dolor por la distancia con padres y hermanos, aunque jamás se los olvida. Contactarse con ellos se torna cada vez más difícil y entonces el alma se va rodeando de cierta corteza que la blinda y adapta a vivir con ese silencio. Ferleín terminó en medio del Plan Patriota, como tropa del Mono Jojoy, en lo más intenso de la guerra.
Las preocupaciones fueron otras. La seguridad, la inminencia de un asalto, la espera del enemigo en medio de la selva, la agilidad para salir de los bombardeos. Los años transcurrieron sin darse cuenta y dos décadas después de salir de su casa familiar la situación cambió. Había un proceso de paz en curso y un cese de fuegos que transformó de repente la vida agitada.
Faber, un compañero de filas, salió a visitar a su familia que vivía en Briceño y Ferleín le pidió el favor de averiguar por su familia. Llevaba los nombres de sus padres y algunos parientes. Las gestiones dieron algún resultado. Al final, Ferleín, que ya portaba celular, recibió la llamada de un pariente. Por él supo que su familia se había mudado a Bogotá y el número para ubicarla.
Al padre de Ferleín lo mataron cuando él era niño. Creció con esa certeza. En cambio la ilusión de ver de nuevo a su madre se desvaneció de repente al enterarse de que la había matado un cáncer unos años atrás. Sus hermanos sobrevivían como podían en Bogotá, con las familias que habían construido. El menor, Cirito, había emigrado al Putumayo y vivía en Mocoa.
Por sus otros hermanos supo que Ciro había expresado un día que quería encontrarlo a él, que había sido ese el motivo principal que lo llevó a Mocoa. Pensaba que hallarse cerca a las selvas de la Amazonía, en donde creía se hallaba Ferleín, le daría la posibilidad de contactarse con él de algún modo. Allá aprendió el oficio de la panadería y se sostuvo con él.
Consiguió una bella mujer, Marcela, nativa de esos lares, se enamoró y organizó la vida con ella. Con los años tuvo dos hijos hermosos. Su trabajo apenas le daba para pagar el arriendo de su habitación y ver por las necesidades básicas de los suyos. Pero era feliz. Su mayor alegría estuvo en conseguir un lote cerca al río y levantar en él una casa de tablas.
Se lo contó emocionado a Ferleín cuando se hablaron por teléfono. El internet es una bendición y gracias a él comenzaron a intercambiar fotografías, detalles, bromas y todo eso que la gente comparte. Sus sobrinos tuvieron noticia del tío del que tanto les hablaba su padre. Entre todos creció la ilusión de poderse reunir en cualquiera de los días próximos.
La paz es un bien de dimensiones impensables. Por necesidades logísticas de la organización fue necesario trasladar a La Habana algunos combatientes para que acompañaran a Timo. La mayoría de los integrantes de la Delegación de Paz, firmado el Acuerdo Final, se trasladó a Colombia a fin de adelantar gestiones relacionadas con la pedagogía e implementación de los Acuerdos.
Fue así como Ferleín, sin haberlo siquiera imaginado, terminó viajando a La Habana tras el Pleno del Estado Mayor celebrado en el Yarí en el mes de enero. La señal de internet en El Laguito, el sector del municipio Playa en donde se alojan las FARC, es excelente. El Whatsapp y el Facebook son un prodigio para mantener el contacto familiar prácticamente gratis.
La noche del viernes Ferleín supo de Ciro por sus otros hermanos. Uno de ellos había estado conversando largamente con él a las ocho de la noche y se lo comentó a él luego. La principal inquietud que cruzaba por la mente de Ferleín era la marcha contra la paz que para el primero de abril tenían programada Uribe, Pastrana, Ordónez y Popeye. ¿Cómo les iría a salir eso?
Una verdadera amenaza se cernía sobre Colombia. Invocando el rechazo a la corrupción, el mal gobierno de Santos y las más sucias falsedades sobre los Acuerdos de La Habana, esos tres mosqueteros y su D'Artagnan habían recurrido a todos sus recursos con el fin de movilizar al país en contra de la paz. Aseguraban que al menos 10 millones de personas los respaldarían.
Pero en las primeras horas de la mañana del sábado, al tiempo que carros blindados, camperos y automóviles último modelo con ocupantes de alta alcurnia encabezaban la anunciada marcha, el país fue estremecido por la noticia sobre la tragedia de Mocoa. Ferleín recordó a Ciro, a su cuñada y sus sobrinos y sintió un escalofrío de la cabeza a los pies.
No tuvo que pasar mucho tiempo para que sus hermanos de Bogotá le confirmaran su pálpito. La casita de madera de su hermano Ciro se hallaba levantada en las orillas de uno de esos ríos. Era demasiado pobre para haberla conseguido en un sector más seguro. Ciro, su esposa Marcela y sus dos pequeños, Cristian y Jair, habían sido arrastrados con todo y casa por la avalancha.
Más tarde tuvieron noticia de que el cuerpo de Ciro había sido encontrado. Y de que una cuñada de Ciro, hermana de Marcela, había llegado a visitarla esa noche, en compañía de su pequeño hijo, y se había quedado a dormir en un rincón del rancho. Eran dos víctimas más que había agregar. El golpe era tan grande como la creciente. Corrían a Mocoa a ver qué hacían.
Ferleín oyó con ira cómo un senador del partido convocante a la marcha acusaba a las FARC de ser los autores de semejante calamidad. Eso, y la identidad con Popeye dejaban al descubierto su verdadera condición. El dolor de toda una nación, de Ferleín y su familia, a quienes acompañamos solidarios, es limpio y puro en contraste con tanta bajeza que apesta.
La Habana, 2 de abril de 2017.