Durante las últimas semanas la contratación por prestación de servicios ha sido blanco de atención debido a la reforma laboral propuesta desde el ministerio de Trabajo, en cabeza de Gloria Inés Ramírez, dicha reforma introduciría cambios sustanciales en este polémico modelo que resulta un paraíso para los contratantes y un dolor de cabeza para muchos contratistas. Aunque se ha hecho un énfasis más que necesario en la precarización laboral, esta modalidad que tomó gran auge en el seno de la Nueva Gestión Pública acarrea consigo otro fenómeno que con frecuencia se ignora, pero requiere de igual atención.
Muchas instituciones públicas ven ligados sus procesos de selección y contratación de personal directamente a dinámicas clientelistas, motivo por el cual esta área representa de manera casi tangible la condensación de la corrupción en el país. Esta problemática, ampliamente reconocida y poco controlada, desfigura por completo el carácter democrático que debe regir las instituciones del Estado, socavando los principios constitucionales y elevando la percepción negativa de los ciudadanos sobre el sector público.
La contratación directa se convirtió en un riesgo para la democracia en un país donde ofrecer contratos a cambio de votos y favores políticos es una conducta cada vez más perpetuada y aunque esta práctica es ilegal y se encuentra contemplada dentro de los delitos electorales, las sanciones que reciben quienes la promueven son poco visibles, y en algunos escenarios pasan totalmente desapercibidas, otorgando al soborno y al nepotismo el criterio para seleccionar y contratar el recurso humano, lo que impide la competitividad y el enfoque participativo.
La prestación de servicios, al ser un modelo flexible y con baja vigilancia, permite modificar o pasar por alto los estudios previos que se realizan para definir el perfil de la persona idónea, y comercializar servicios públicos a cambio de capital electoral que siga apoyando la línea de poder, desde cualquier punto de vista resulta una transacción exitosa. Evidentemente, cambiar estos patrones de conducta fuertemente arraigados a la cultura colombiana es ajeno a los intereses de quienes detentan el poder, dado que estas dinámicas contribuyen para que el ejercicio democrático se limite a someter ante el voto popular a corrientes tradicionalistas que defienden las mismas banderas a través de distintos rostros.
Por su parte, los contratistas que disfrutan de condiciones idóneas son escasos y los que logran vincularse al aparato estatal por medio del soborno muchas veces acceden a estas reprochables prácticas debido al precario mercado laboral existente en el país y las altas tasas de desempleo, sin contar todos aquellos profesionales que trabajan en campos que no están relacionados con su área de conocimiento.
Para este punto hay que sumar el factor clave que se viene abordando desde el ministerio: la baja calidad laboral y las frecuentes violaciones que padecen quienes ejecutan este tipo de contratos. Con el cumplimiento de horarios laborales, subordinación, asignación de funciones no relacionadas con el objeto contractual, e ingresos mensuales que con el descuento de seguridad social terminan por debajo del salario mínimo. El panorama de muchos contratistas termina siendo poco esperanzador y aunque es difícil encontrar información respecto a este tema, la situación no es desconocida por los colombianos.
Es imperativa la modificación de este modelo de contratación que ha dejado desprotegidos a los trabajadores durante décadas, el Estado debe promover políticas que garanticen los derechos del trabajador pero también debe otorgar a los organismos de control herramientas y capacidades que les permitan combatir el arraigado actuar de las empresas electorales, además, se hace necesario diseñar filtros y requisitos más rigurosos para promover la competitividad y la transparencia de los procesos de selección y contratación.