Recuerdo que a mediados de los años 80 comenzó a circular en nuestra Cartagena —histórica, de mitos y leyendas— el rumor de que un chimpancé o mico se aferraba a las espaldas de las personas sin poder ser despegado.
Argumentaban los rumores de la época que el siniestro animal se le había aferrado al cuello y cabellos a una bella adolescente, de tal manera que esta se encontraba recluida en el hospital universitario, donde galenos y facultativos trataban la inusual emergencia.
Otro mito muy sonado fue el de un enano diabólico que acechaba y perseguía a sus víctimas en las zonas oscuras y a altas horas de la noche. Este último me tocó a mí padecerlo de manera directa. Fui víctima del siniestro personaje de baja estatura.
He aquí el relato:
Casi toda mi infancia y adolescencia la viví en el barrio El Recreo. Este queda cerca del antiguo pueblo y hoy barrio de Ternera. Queda el Recreo justo frente al cementerio Jardines de Cartagena.
Por allá por los años 83 u 84 este hermoso y campestre barrio estaba a las afueras de la ciudad. Y para llegar a él, debíamos atravesar sectores enmontados de lado y lado. Es más, apenas llegábamos al semáforo del Biffi (hoy SAO La Plazuela), los lotes y solares enmontados eran la constante. El SAO y barrios circundantes no existían. Era un potrero inmenso que colindaba con el barrio Santa Mónica y bordeaba toda la margen izquierda, a la entrada a los barrios San Pedro, Socorro y Blas de Lezo.
En aquella época volviendo a la ruta que va del semáforo del SAO hacia El Recreo, San Fernando y Ternera, después del barrio La Concepción y frente al cementerio, no existía una sola casa. Todo era monte, era la finca de don Numa Pompilio; amigo de mi padre y de quien no recuerdo el apellido.
En las horas de la noche, en este sector reinaba la oscuridad. Recuerdo que siempre causaba temor el regreso a casa, ya que debíamos pasar por el cementerio y en total penumbra.
Estando el cuento del enano en pleno furor, cierta ocasión regresaba yo tarde de cine. No podían ser más de las doce de la noche. Poseía para aquel entonces, un Jeep Viasa, tipo Comando, el cual en épocas de vacaciones se usaba sin la capota de lona o carpa para hacerlo más vistoso y atractivo a las apetecidas cachacas que inundaban nuestro corralito en las vacaciones de mitad de año.
Tendría escasos 17 años, y cuando iba terminando de pasar los barrios de Santa Mónica y La Concepción, divisó a lo lejos, la figura de un pequeño hombre o niño caminando por la mitad de la avenida; frente al cementerio.
Detuve la marcha inmediatamente. Muy pensativo y desde la distancia, me incorpore en el auto, y ya de pie, asomado por encima del parabrisas, lo observé con total claridad. Era el enano, o por lo menos un niño. ¿Pero qué rayos podría hacer un niño, a esas horas de la noche deambulando solo? Y frente al cementerio. Nada, era el enano. No cabía ninguna duda.
Sigiloso, desde la distancia y sin sobrepasarlo, dejé que la pequeña figura siguiera andando. El avanzaba, y yo, a prudente distancia, aceleraba el auto a marcha mínima.
Pensé: como yo voy para el Recreo, apenas este pequeño sujeto pase la entrada de mi barrio, yo, raudo y veloz, entro por mi calle, llego a mi casa y me acuesto de unas.
O desagradable sorpresa, la pequeña figura desvía su andar, y dobla, exactamente por la calle que yo debía entrar. No lo podía creer, era el enano diabólico, y sabe dónde vivo, pensé angustiado.
Hubo un breve instante en el cual la pequeña figura desapareció de mi visual. Fue cuando dobló por mi calle, y yo aún venía por la avenida principal.
Aceleré y me detuve en la entrada al barrio, y pude observar donde iba la pequeña figura adentrándose por mi calle, pero lo reconocí. Justo cuando pasó por una de las luminarias de los postes, lo distinguí. Era un chico, varios años mayor que yo y vecino del barrio, quien por algún problema de crecimiento no había alcanzado la talla normal. No recuerdo su nombre, pero sí muy claramente que vivía en la calle cuarta, y era hermano de un chico con Síndrome de Down, muy amable y querido por todos en el barrio llamado Robinson.
Ya con la seguridad de saber quién era, aceleré mi auto, lo alcancé y le comenté:
—No tienes idea del susto que me has dado. Viéndote andar a estas horas y con el dichoso cuento del hombre de baja estatura...
A lo que él puntualmente respondió:
—Y usted a mí. ¿Cree que es muy fácil caminar a estas horas por el cementerio y con un auto siguiéndote?