Alexandria Ocasio–Cortez es una congresista norteamericana, de descendencia puertorriqueña, que representa al distrito 14 de Nueva York. Es así mismo la mujer más joven elegida al Congreso de los Estados Unidos. Desde un primer momento, AOC, como también es conocida, alteró el panorama político del Partido Demócrata al superar por una amplia votación a su rival, Joseph Crowley, para quien la derrota fue, sin duda una sorpresa inesperada. Cuando esto sucedió en 2018, la primera reacción del aparato patriarcal fue declarar con la mala intención de toda la vida, que el triunfo de la joven exmesera, de apellido hispano, era una casualidad, un accidente, un traspiés de Crowley.
Es decir, su triunfo electoral, no estaba basado en sus propuestas, en su proyecto político de reivindicación de los derechos de los más vulnerables, ni siquiera por la cantidad significativa de ciudadanos que la acompañaron con su voto, todo ello no valía para la base monolítica y tradicional del Partido Demócrata, incapaz de reconocer su valor. No, para ellos, su éxito electoral no era más que un acto fortuito. Y esta idea, que no tiene otro propósito que demeritar las capacidades de Ocasio – Cortez, es la que ha prevalecido, no solo con ella, sino con tantas mujeres que nos hemos dedicado al ejercicio político.
Su arribo a Washington hizo remover los cimientos de un partido político que desde la salida de Obama de la Casa Blanca había perdido el rumbo, extraviado en una manera tradicional y pusilánime de hacer frente a los retos de un país diverso y dispar como son los Estados Unidos, un país, cuya decadencia se hizo palpable cuando Donald Trump, un embaucador, misógino y nocivo multimillonario derrotó de manera estrepitosa al establecimiento, catapultándose de los estudios de televisión a la oficina Oval. Con él, se impuso un discurso machista, racista, misógino, ignorante al frente del país más influyente del hemisferio occidental.
Ese discurso, conservador a ultranza, que ha desestabilizado y expuesto los peores vicios de una sociedad que nunca ha podido subsanar las viejas rencillas de su pasado racista, xenófobo, excluyente, legitimó que un representante republicano de apellido Yoho, un hombrecito engrandecido a punta de pretensiones, pero gris para la historia, se atreviera delante de un grupo de periodistas a insultar de manera vulgar a la representante Ocasio – Cortez. Lo hizo porque pudo hacerlo, porque consideró que, por ser un hombre blanco, heterosexual, casado, con familia tipo postal Hollywood tenía derecho a insultarla, para luego recurrir a la vieja y vacía fórmula de ofrecer disculpas públicas, para cumplir con el simulacro de decencia. Sin embargo, lo que obtuvo en respuesta el republicano fue un discurso en el pleno de la Cámara de Representantes contundente, elegante, digno, que denunciaba el maltrato y la misoginia normalizada en la arena política norteamericana. Tras la denuncia de AOC, otras representantes se solidarizaron y verbalizaron así mismo, diferentes episodios de acoso, discriminación, agresión verbal por parte de sus colegas hombres.
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A cuántas mujeres políticas no han silenciado, no han mandado callar, no han ignorado, a cuántas no han mandado para la casa, a cuántas no les han sugerido que tienen abandonados a hijos o esposo
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El caso de AOC no es aislado, ni se limita a Estados Unidos, en Colombia, la violencia estructural y cultural hacia las mujeres que ejercen la política es usual y lo ha sido por mucho tiempo, y, sin duda, afecta a todas las mujeres, sin importar su impronta ideológica, que ocupan un puesto de elección popular. Con una frecuencia que se ha hecho corriente son ridiculizadas, agredidas, insultadas, cuando no amenazadas, como me ha ocurrido a mí durante demasiados años. Para no ir más lejos, basta recordar la manera displicente como el pasado 20 de julio el presidente Duque se refirió a la Senadora Aída Avella, a quien tildó de “vieja esta”. A cuántas mujeres políticas no han silenciado, no han mandado callar, no han ignorado, a cuántas no han mandado para la casa, a cuántas no les han sugerido que tienen abandonados a sus hijos o esposo, por andar en política, a cuántas no han tratado con displicencia o condescendencia, cuantas obedecen, bajan la cabeza, se callan sus ideas, cuando no se las roban sus colegas hombres o sus líderes políticos. Cuántas no han sido asesinadas por alterar el discurso hegemónico, por enfrentarse a élites políticas machistas. Hasta cuándo esas mujeres seguirán guardando silencio y resistiendo esa normalidad, que de ninguna manera lo puede ser.