Voy a escribir algo impopular. Es más, es posible que me den palo, pero siento que debo decirlo, así que bienvenida la crítica.
Menuda polémica causó en redes sociales un video publicado ayer por la comediante Alejandra Azcárate, en el que de una u otra manera trata de relatar el infierno que atraviesa tras el escándalo que involucra a su esposo en un tema de narcotráfico.
Le he dado muchas vueltas al asunto, y es una situación compleja por donde se le mire, pero puedo decir sin temor a equívocos que varios de quienes hoy condenan a la Azcárate son los mismos que ven con buenos ojos, por ejemplo, a Juan Pablo Escobar, hijo del tristemente célebre Pablo Escobar. Es claro que ni Juan Pablo ni Alejandra tienen deudas con la justicia, como sí pasa con sus familiares.
En el caso de la Azcárate, se siente en el aire como un tufillo de venganza, quizá porque ella en sus shows, entre risa y risa nos confrontaba como sociedad. Y ojo, no la estoy defendiendo. Es más, varias veces cuestioné su arrogancia en algunos aspectos. Pero hoy me pongo en su lugar y encuentro que Alejandra es un espejo en el que no quisiéramos vernos, pero que está ahí.
Ese espejo también nos dice que no debe ser fácil para ella, ni para ninguna mujer exitosa, ver su mundo derrumbarse, o que se esfume en un minuto todo aquello por lo que ha trabajado, y menos por algo que finalmente no es su responsabilidad; que yo sepa, ningún juez la ha condenado por lo que presuntamente hizo su esposo.
Creo, más bien, que se nos olvidó que ella es una mujer, porque paradójicamente lo que uno ve en redes sociales es que son justo las mujeres quienes más la atacan. ¿Se trata de misoginia? ¿O tal vez de machismo? No sé. Pero ese matoneo hacia ella no le aporta nada a un país como el nuestro, en el que miles de mujeres históricamente han sido víctimas de todas las violencias y vejámenes posibles.
Nos vendría bien reflexionar hasta dónde somos jueces, y quién nos dio ese derecho.