Tenía que ser justo diciembre, cuando las tareas se multiplicaban y la adrenalina subía al 100: el sinnúmero de gestiones y compromisos que se echaba al hombro, trámites de su escuela musical, y de oficina, cuentas por saldar, ensayos al por mayor, reuniones con patrocinadores, entrevistas con la prensa; supervisión,con una meticulosidad extrema, al mínimo detalle, entre bambalinas y en escena, hasta ver arriba el telón y las luces multicolores que daban paso a una nueva función.
Entonces, de lo más alto de la tramoya, caía la nieve sintética, y grandes y chicos no podían reprimir un “¡Ohhhhh!” prolongado de estupefacción, al tiempo que la orquesta impartía las fanfarrias de los personajes que comparecían a la palestra para dar la bienvenida a la época más feliz del calendario: el bonachón de Juan Navidad, secundado por los elfos de la Antártida, duendes, princesas y hadas pletóricos de luz y de escarcha, un San Nicolás que no paraba de reír y cantar precedido de venados y osos polares, y el frente vocal y coreográfico, la compañía en pleno, el auditorio abarrotado de gentes de todas las edades, el aplauso, recompensa mayor a todos los esfuerzos y desvelos de meses de preparación.
Al final, como era su costumbre hacerlo, desde la primera función hace treinta años, hasta la última, el viernes 23 de noviembre de 2018, María Isabel Murillo Samper, en todo lo alto, con una sonrisa de satisfacción y orgullo colectivo, pronunciaba sus palabras de agradecimiento al público, una y otra vez, “¡Mil y mil gracias!”, a los artistas de su compañía, desde el más veterano, Diego León Hoyos, hasta el más chiquitín del coro, “¡Mil y mil gracias!”, al personal de consolas, de luces y sonido, script, vestuaristas, utileros, “¡Mil y mil gracias!“; a los vigilantes y a las señoras del aseo, “¡Mil y mil gracias!”. ¿Se me queda alguien por ahí?”, preguntaba poniéndose la mano de visera en la frente, para que nadie se escapara de su saludo de gratitud.
Porque Misi, lo subrayaba, no era nadie sin su equipo, sin sus colaboradores de planta, y adjuntos a la compañía que fundó hace más de tres décadas, y así lo remarcaba con la sinceridad y la sonrisa que seguirá siendo su sello en la memoria de quienes la acompañaron en sus admirables proyectos, y en los que vendrán, ahora con el impulso y la experiencia de su sobrino, su mano derecha, Felipe Salazar, el más aventajado de sus discípulos, quien se formó al lado de ella desde los cinco años.
Podría afirmar sin rodeos que Misi vivió gran parte de su existencia en las nebulosas oníricas de donde emergían los personajes de sus creaciones, que en la áspera y cruda realidad que nos atañe. Con todo eso, sin desafinar en su lúdica e inspiración constantes, era una de las empresarias artísticas que mejor tenía puestos los pies sobre la tierra.
Como en las fantásticas historias de autor, y de su propio derroche de imaginación que llevó a escena, más de cuarenta en su brillante currículum de teatro musical, Misi, para quienes compartieron su abrigo y enseñanzas, y el amor y la pasión desbordantes que imprimía a su trabajo, asciende ahora los peldaños de esa bien ganada escalera al cielo —parafraseando el título de la letra emblemática de Robert Plant y Jimmy Page—, que forjó desde que era niña.
Porque a partir de sus sueños —no hubo ninguno que no haya podido realizar—, creería que Misi siempre estuvo inmersa en la enorme casa de muñecas con todos los juguetes que su padre Hernando Murillo (hermano del célebre compositor Emilio Murillo) les fabricó a ella y a su hermana Josefina como regalo de navidad en los albores de los años 60, en su antigua morada, la paterna, ubicada en lo que hoy se conoce como la Zona T de Bogotá.
La compositora, pedagoga musical e inagotable empresaria hizo de su trabajo un decimotercer planeta, fabuloso por excelencia, que compartió por décadas y varias generaciones con niños y adultos por igual, en el género de mayor complejidad, tiempo, inversión y producción cuando de una puesta en escena se trata: el musical.
Con la misma capacidad, exigencia y sentido de perfeccionismo con que narró en las tablas sus relatos de Navidad, de igual manera Misi lo hizo con sus grandes producciones, tan exitosas y de localidades agotadas, que llevó orgullosa a selectos escenarios de Broadway, y al Lincoln Center de Nueva York, por nombrar solo dos: West Side Story y Annie, aplaudidas y reconocidas con creces por la crítica especializada.
Sin descontar Jesucristo Superestrella, Grease, Oliver, El Mago de Oz, Aladín, Avenida Q, La más grande historia jamás contada, su Tributo a Michael Jackson, Peter Pan, y uno de sus macroproyectos recientes, Ella es Colombia, un espectáculo de enorme sincretismo, producción y calidad, que Misi tenía programado mostrar en gira internacional.
A María Isabel Murillo la mató el exceso de trabajo, el estrés derivado del cúmulo de emociones con el que batallaba a diario, y la pasión y el perfeccionismo con que se sumergía al fondo de sus empresas y creaciones, como Proscenio, el ambicioso complejo cultural, académico y teatral que venía adelantando al norte de Bogotá. Era una directora de orquesta. Vivía las veinticuatro horas del día en función de la presión, el tiempo y las exigencias que demandaba su poderoso quehacer artístico. Y su corazón no aguantó más.
Misi partió al universo de los sueños que ella misma creó durante su prolífica existencia y que tantas satisfacciones le brindaron, sobre todo por su permanente contacto con los niños, sus actores, sus hijos, muchos en todos estos años de aventuras y de increíbles realizaciones.
Esta Navidad no será triste para la compañía de Misi, pese a su luctuosa ausencia. De hecho, la función del sábado 24 de noviembre de 2018 —posterior a su fallecimiento— fue más grandiosa en su sensibilidad y en el vigor y la energía de su puesta en escena, porque fue un homenaje del alma a la creadora, a la infatigable y exigente directora de orquesta. Y el aplauso se hizo sentir entre lágrimas de amor y agradecimiento, pompones y rosas blancas.
Los mismos aplausos que se repetirán hasta el 22 de diciembre, como era tradición en ella el cierre de temporada de Por siempre Navidad.
Propongo a los astrónomos, a aquellos científicos que entregan sus vidas, ojo avizor ante un telescopio —como es el caso por hobby del neurofisiólogo colombiano Rodolfo Llinás—, a que cuando descubran una nueva estrella le den por nombre Misi.
Así, en el solaz compartido de noches rutilantes, cuando alcemos la mirada al firmamento para encontrar respuestas de Dios, recordemos a Misi, como siempre, bella, activa y radiante, con su eterna sonrisa.
(Escrito a una sola mano. Y con la otra en el corazón).