Hay quienes nos deslumbran y seducen; hay quienes nos asquean y resultan adversos; los hay también quienes derriban o erigen maneras de comprender que a nosotros podrían resultarnos completamente imposibles e inimaginables o por las cuales el sentido de nuestra vida se vería afectado, pero gracias a que se arriesgan y lo comparten nos es permitido extender la mirada, sentir desde otro lugar. Nos permiten ampliar nuestro limitado entendimiento del mundo: encontramos coincidencias, diferencias irreconciliables, abismos y puentes en los cuales la crítica y la creatividad pueden desplegar su no siempre ilimitado alcance y todo ello en pro, en el mejor de los casos,de la más elemental y necesaria realización humana.
La posibilidad de contar historias, de entender de una u otra manera el mundo en el que estamos situados y el cómo aportamos decididamente -ya sea de manera consciente o inconsciente- a su realización, es parte sustancial de nuestra constitución como sujetos; sin dicha capacidad, ni el estilo, ni las historias, ni las consideraciones diversas y enriquecedoras del diálogo o del encontrarnos a nosotros mismos serían posibles. Podría entonces considerarse que narrar es una de las capacidades más definitivas que poseemos como seres humanos.
Sabemos, sin embargo, que no a todos nos es dada una atención decidida por parte de gentes y gentes, que el poder de llegar a muchísimos otros es más bien una cuestión de pocas voces que tienen en su haber los instrumentos, los recursos, el poder estatal u otras veces el fáctico para que ciertos discursos y temas se sienten junto a nosotros en la mesa.
Ahora bien, ¿qué ha sido de esas pocas voces con una inmensa incidencia en nuestra nación? En su gran mayoría no ha sido nada más y nada menos que una muestra de la miseria del periodismo. Una suerte de catástrofe cotidiana a la cual se le ve pulular día tras día no solo en los medios de comunicación, sino en cada espacio vital. Se le puede percibir en la discusión rebosante de vaguedades y de quien más alce la voz que escuchamos en la tienda, en el restaurante, en el bar, en el aula. La miseria del periodismo colombiano y su incapacidad para tratar de manera digna cientos de temas de interés tiene horario triple A y está siempre entre las canciones más escuchadas, es como una película que nunca deja de proyectarse, una suerte de verso que no podemos olvidar, es una razón para morir o, por lo menos, para querer amputarse algunos sentidos.
Del anhelo de una interpretación medianamente decente que se acerque al derecho a la información, que nos aporte para lograr entender y tener una idea medianamente fundamentada, que nos brinde herramientas para reconocer, pensar, comentar, actuar… pasamos rápidamente a la realidad del chisme y de lo circunstancial, a esa mala canción a todo volumen, a la entrevista que esculca en la vanidad para dejar en segundo lugar el supuesto objeto que tenía; nos encontramos, por ejemplo, con el artículo que habla de los dos muchachos que tenían una disputa porque uno de ellos pasaba siempre sin dirigirle la mirada al otro y entonces era señal suficiente de que lo desafiaba por mostrarse como si fuera más que él y fue tanta la ira, la rabia, el ¨estar obstinado¨ -porque estoy obstinado, mi ñero-, que desenfundó la .45 que le prestó su primo y nos enteramos de que la policía llegó dos horas después y sin embargo este seguía jalando el gatillo sin desprender la mirada del cadáver; luego la otra noticia en la que el acudiente de un estudiante de secundaria atacó al profesor con un cuchillo porque su hijo no aprobó el año escolar, el diario de manera simpática tituló el artículo de la siguiente forma: ¨Lo rajaron.¨ O aquel diario de ese cementerio sostenible que es Bucaramanga que en homenaje al extraordinario Andrés Escobar escribió un pésimo texto –como casi todo lo que publica- que nominaron así: ¨Hace 20 años ser defensa no le salvó la vida a Andrés Escobar.¨
Historias, pequeñas historias que de ser tratadas con un rigor que roza casi lo obvio aportarían a orientar la discusión de tal manera que podríamos poner en cuestión el orden que soporta la nación, sus valores, aquello que se promueve y lo que no; podríamos, poco a poco, aprender a ser puntuales en nuestras apreciaciones y hasta superaríamos viejos lugares comunes que hoy sirven de pilar ideológico a causas poco humanas. Tendríamos un periodismo decente, a la altura de nuestras inmensas carencias como sociedad y no tendríamos que escuchar nunca, pero nunca, nunca más -y cruzo los dedos y me persigno y me pongo de rodillas y busco mi trébol de siete hojas y le froto la barriga al buda y le hago ojitos a la mata de sábila-, a quienes hoy nos cuentan las historias.