Mis novelas eróticas: entre el infierno y el paraíso

Mis novelas eróticas: entre el infierno y el paraíso

Ningún escritor se propone deliberadamente una novela enteramente erótica. Si lo hace es porque se ha fijado un objetivo por alguna razón específica...

Por: JOSÉ LUIS DÍAZ-GRANADOS
diciembre 27, 2023
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Mis novelas eróticas: entre el infierno y el paraíso
Fotografía: Canva

Estoy convencido de que ningún escritor se propone deliberadamente elaborar una novela enteramente erótica. O si lo hace es porque se ha fijado un objetivo por alguna razón específica: sacarse un demonio íntimo, participar de un evento temático, deleitarse con su propio morbo para trasmitirlo a sus lectores, inducir a la pasión de alguna o algún ser deseado, o simplemente, porque le dio la gana.

En mi caso, el erotismo hace parte fundamental de mi obra poética y narrativa de la misma forma que hace parte fundamental de mi vida. Todas mis novelas son autobiográficas. Están construidas con el tono confesional con que les cuento mis hazañas, mis complejos y frustraciones a los más cercanos amigos o a la mujer que me acompaña. Y al recrear mis vivencias en esas narraciones, el lenguaje literario las magnifica, las convierte en realidad para el lector o las caricaturiza llegado el caso.

En mi adolescencia escribí infinidad de cuentos donde el erotismo primaba sobre todas las aventuras cotidianas. Entre 1968 y 1984 sólo rescaté una docena de cuentos y ocho de ellos salieron discretamente, con el título de Los papeles de Dionisio, en el apéndice en la edición definitiva de mi primer libro de poemas: El laberinto, aparecido en 1984. Enseguida publiqué mi novela, Las puertas del infierno (1985), de la cual el escritor Roberto Montes Mathieu sentenció que era “un coito de 120 páginas”, el periodista Óscar Alarcón Núñez describió con “un cementerio con ese (s)” y el novelista José Stevenson se refirió a ella como “una novela donde en una página aparece el relato de un polvo y a la siguiente una blenorragia”.

En Las puertas del infierno revivo mis años marginales, de “crisis existencial”, si se quiere, en que me separo de mi primera esposa, Alba (la madre de mi hijo Federico, poeta, cuya carrera se conoce) y me dedico a una vida desordenada entre excesos alcohólicos, amistades equívocas e incursiones nocturnas a prostíbulos de los más bajos fondos de Bogotá.

Mi otro yo, José Kristián, un pobre poeta derrotado, de 33 años, se acuesta -entre las mil putas que se fornica-, con una india del sur de Colombia, robusta y narigona, y en un instante de pesadilla entre las penumbras del cuartucho, siente que se “está tirando a Miguel Ángel Asturias”.

Tanto en mi novela inicial, como en las siguientes, el morbo erótico se convierte en pura e impura pornografía.

En El muro y las palabras (1994), el protagonista (yo) estaba haciendo el amor con mi mujer cuando de súbito sentí en la mente la iluminación para el final feliz de un relato en primera persona que venía escribiendo durante los últimos días. De modo que, sin pensarlo dos veces, interrumpí la cópula y me dirigí a la mesa donde comencé a escribir sin demora y sin pausa. Entonces, José Kristián, el personaje-narrador del relato, viéndose suplantado de manera tan sorpresiva, se dirigió hasta el lecho de mi amante y culminó felizmente la ceremonia amorosa... Y más adelante recreo con nostalgia morbosa el roce en el bus, la caricia furtiva, la llamarada del amor perdido, el embrujo de la degenerada de los bajos fondos, el esperpento gimiente a medianoche, el monstruo alucinado que se acerca y se va (...) Toco un sapo un masmelo una rana un conejo una página vágula vagina de ánima rápida, todo un pubis amado largamente deseado por mi acariciado y loado...

En El esplendor del silencio (1997), ambientada en el Caribe, en las visiones femeninas han primado las trigueñas bajitas, cuarentonas, regordetas, con mala dentadura, vestidas de negro con generoso escote, piernas peludas, sin medias, las venas pronunciadas en la parte superior del pie y las uñas pintadas de rojo encendido.

En la novela bogotana Ómphalos (2003), a Nicolás Aedo, Toribia lo excitó de manera exagerada, hasta el galope desenfrenado del corazón, siendo ella como era: cojitranca, desdentada, cascorva, tatareta, sucia, ñunca y corcovada. Pero también, la muchacha del servicio alimenta a su bebé, sentada en la cocina. Huele a batatas. Yo, curioso, le digo algo. Ella, cara redonda, morena, pelo negro liso, camino en la mitad, suspende la merienda y me muestra el seno redondo, el pezón morado y me invita a mamarlo. Yo lo hago y siento que mi boca, mi lengua, mi garganta y mi alma se llenan de leche y miel calientes del paraíso; mi rostro y mis orejas enrojecen; fiebre de amor y deseo brota en mí.

En La noche anterior al otoño (2005), novela de ambiente habanero, recuerda el protagonista haber hecho el amor con Lulita, muy incómodos sobre el angosto sofá, mientras su padre roncaba frente a nosotros, bocarriba, con las manos cruzadas sobre su pecho como un obispo muerto. Antes, había contado su aventura con Paula, fría como un ofidio (quien) se despojó las bragas sentada sobre el sofá; cuando le exploré su vagina tuvo una erección en el clítoris. Me derramé sobre sus muslos e ingles.

En Los años extraviados (2006), el adolescente Faustino Almaguer, masturbador impenitente, se “come” a la madre de su mejor amigo, en ausencia de éste: Acarició el jugo resbaladizo que se confundía entre los abundantes vellos dentro de los calzones. Le bajó las bragas hasta los talones y lentamente fueron cayendo los dos cuerpos sobre la alfombra. La mujer dejó de mamar el pito y lo apretó suavemente con la mano hasta introducirlo sin dificultad entre su paquetico tibio. Faustino metió el resto del miembro como si ya conociera ese exquisito territorio. La mujer cerró los ojos  y comenzó a gemir, enloquecida. El muchacho, con el rostro congestionado, encarnado como el sol llanero, clavaba incesantemente su verga dentro de la cuca de Emelina. Luego de zigzaguear con maestría durante largo rato, la mujer le murmuró a Faustino en el oído un “vente ya” que hizo que del tórtolo brotaran gruesas gotas de leche caliente que la mujer iba aceptando con una agitación delirante, absolutamente inquieta y alterada.

En mi relato esperpéntico Cita de amor al mediodía (2010), todo resultaba a la maravilla y todo era una fiesta, un festín, una juerga, una orgía, un polvo inocente y agresivo, sin sombras, sin murallas, sin trabas, y mételo y sácalo y frótalo y chúpala y bébela y muérdelo y mámalo y mételo y dale que dale que duele y no duele y que vamos a venirnos al tiempo porque no aguanto más, como un campanazo de oro, como de leopardos que vuelan como ángeles, como disparo al centro de la tierra, como trueno de cóndores dentro de un volcán y así, como ávida ráfaga, Aramís e Ingermina se aprietan, se trenzan, se prensan, se eclipsan y se sumergen mutuamente en sus mares ignotos y entonces deliran y entonces aúllan con un aullido largo, en un largo y profundo alarido de leche turbulenta que desborda los límites y tiñe de blanco y de dulces suspiros hasta la misma claridad del día.

Y finalmente, en mi novela samaria Fulgor de la Calle Grande (2012), entre las docenas de delirios aberrantes, un hombre enmascarado durante una fiesta de carnaval, logró sacar a bailar a la mujer que más deseaba en el mundo, disfrazada de geisha. Entonces, el roce de la mejilla y el contacto con su cuerpo llevaron su erección y excitación al máximo. El tufo alcohólico de la geisha estimuló la pasión, que casi termina en procaz derrame de su acumulado semen (…) apretó lo que más pudo su polla contra pelvis y bultos aledaños de la geisha, atreviéndose a una invasión de lengua en la boca femenina. ¡Qué mamey!

Desde luego, que las anteriores son apenas muestras de una desmesurada incursión en los territorios del erotismo y de la más cruda carnalidad en mi creación literaria a lo largo de más de medio siglo. Episodios vividos, soñados, reinventados y gozados en todos los momentos de su vivencia y escritura. Y todo ello, como lo expreso en “Escribo mi poema”:

Entre babas celestes / y jadeos brutales, / entre sabios aromas y agonías de pieles, / somos Dios un instante / o leopardos que vuelan como ángeles… (El laberinto. Antología poética, 1968-2008. Fondo de Cultura Económica, 2014).

 

 

 

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