Diez años y once días. Ese fue el tiempo que pasé en prisión. Iba rodando de un muro a otro. La Modelo, La Dijín, La Picota, La Tramacúa de Valledupar, Cómbita, La Dorada. Cuando caí gobernaba Samper y cuando salí lo hacía Uribe. Pasaban gobiernos, pero los narcos seguían allí, dando la lata. La envoltura cambiaba, pero el caramelo seguía envenenado. Unas veces los narcos pagaban a políticos para que trabajaran para ellos y en otras ocasiones se ponían ellos mismos la corbata e iban hasta el Congreso para echarse un discurso u ocupar una curul. Muchas bancadas aplaudían con entusiasmo lo que ahora les parece feo.
«Esto es un negocio más del capitalismo», me dijo una vez Gilberto Rodríguez Orejuela en La Picota, mientras hacíamos un intercambio de libros. Él me pasó Vigilar y Castigar, el clásico de Michel Foucault y yo le pasé El choque de civilizaciones de Samuel Huntington, un libro que a principios del milenio estaba de moda. Gilberto decía entonces estar “mamado” de los “traquetos”, razón por la cual había tomado la decisión de adelantar estudios de filosofía a distancia con la Universidad Santo Tomas y para el efecto había forrado una celda con cientos de textos y archivos de prensa.
Tú, Viejo Topo, que has estudiado bien a Colombia sabes que la economía del país no ha tocado fondo porque los narcos, con sus millones, han estado allí tapando los huecos que van dejado los políticos con sus saqueos e incompetencias.
Creo que Colombia tiene muchísimas vainas chéveres, empero tiene uno de los peores males de la condición humana. ¿Cuál? La hipocresía. No me acuerdo quien fue que escribió algo así como que “los mafiosos son, en realidad, sirvientes de una sociedad hipócrita, los intermediarios que proporcionan bienes ilegales que dan placer y escapismo a un público que lo exige y la ley prohíbe”. Sin corrupción no habría mafia. La corrupción, Viejo Topo, es el enemigo público nº1 de Colombia.
En la cárcel topé con todos los eslabones de la copiosa cadena del narcotráfico. Con los sicarios de Pablo; con los altos cargos de Gobierno que trabajaban para la “gente de Cali”; con los policías que andaban metidos en el negocio; con políticos —condenadamente listos— que tuvieron la osadía de robarle plata a los mafiosos; con los capos de carne y hueso que en nada se parecen a las criaturas que salen en las series y peliculitas de Hollywood. Sorpréndete, Viejo Topo, la maldita segmentación social que tanto daño le hace a Colombia, también se apreciaba en las prisiones. ¿Sí?
¡Claro que sí! Los “honorables congresistas” y altos cargos de Estado condenados por vínculos con el narcotráfico pasaban sus días de reclusión en las llamada casas fiscales o en las lujosas mansiones —¡vaya sátira!— que el Gobierno confiscó a los narcos y habilitó como cárceles de primera categoría.
El eslabón más enclenque de la cadena, integrado por sicarios, jíbaros, policías, raspachines y cultivadores, en cambio, pasaban su condena apilados en pabellones comunes en los que se advertía un invariable y penetrante olor a mierda.
Toda esa verborrea de los operadores políticos colombianos sobre la lucha contra el narcotráfico, es la típica novelita lumpen en la que unos tienen papeles protagónicos y otros son meras comparsas. Solo a un gil se le puede ocurrir que el megaproblema del narcotráfico y sus secuelas lo pueden solucionar las actuales maquinarias electorales de Colombia.
La historia del narcotráfico en Colombia, Viejo Topo, es una historia de barbarie. Aún queda mucho para que, esa nueva generación política que apenas se perfila en el horizonte, conciba una historia diferente. Mientras, con los mismos políticos y sus mismas políticas, seguiremos en la misma.
Dejo aquí, porque si sigo en esta saga acabo metiéndome en chismes, en historias de fulana, zutano y mengano. Esa parte se la dejo a los creadores de series, telenovelas, folletines, revistas de farándulas y para los caricaturistas y los cuentachistes que también tienen que ganarse la vida con las historias de los narcos y narcopolíticos.