Lo ocurrido en las elecciones para conformar el Consejo Constituyente en Chile, en donde la derecha extrema logró un triunfo importante, ha sido interpretado por analistas y actores políticos de diferente manera. Para unos es un castigo al gobierno de Boric; para otros, es la profundización de “un giro a la derecha” del pueblo chileno; y para algunos más, es resultado de que la “potencia destituyente” que se expresó desde 2019 no encuentra una clara concreción política: al no convertirse en “potencia constituyente”, facilita el empotramiento de la “potencia restauradora”.
Desde Colombia, en donde vivimos un “estallido social” similar al chileno (2021) pero menos potente y sostenido, observamos algunas falencias puntuales de carácter político que se hacen más visibles en el país austral que en el granadino. Una de ellas, la más evidente, consiste en que los partidos de la “Concertación” (izquierda, centro-izquierda y centro), no solo defraudaron los anhelos de cambio del pueblo chileno, sino que se debilitaron al extremo de no estar en capacidad de canalizar las protestas sociales hacia un verdadero proyecto político transformador.
En la dinámica del “estallido social” –a diferencia de lo que ocurrió en Colombia– dichos partidos absolutamente “institucionalizados” y “domesticados” por el neoliberalismo imperante, no estuvieron a la altura del reto, no tenían la autoridad para orientar la protesta y tampoco pudieron deslindarse a tiempo de algunas tendencias que degeneraron en “extremismos identitarios”.
La fallida canalización del “estallido social” usando la convocatoria a una Convención Constitucional para redactar la nueva Carta Política, que en gran medida se corresponde con las concepciones y costumbres políticas propias del período de la “Concertación”, no solo fue orquestada y ejecutada en alianza con las derechas, sino que se hizo a espaldas del grueso de la población. El “fetichismo legalista” se puso al servicio del “extremismo identitario”.
El “extremismo identitario” surge de la separación artificiosa y sectaria de las dinámicas de construcción de identidad de sectores sociales específicos como etnias, mujeres, jóvenes, migrantes, etc. que los lleva a colocar sus intereses por encima de los de la sociedad, se desligan de los intereses de clase y fácilmente se dejan provocar y separar del conjunto de la población.
El extremismo identitario se expresa como: a) Etnicismo fundamentalista y autonomista; b) De género, mediante un “feminismo machista” y/o “machismo feminista”; c) De edad, por medio del síndrome de Adán o infantilismo insurreccional, que se propone “refundar todo”; d) Otros “identitarismos victimizantes” relacionados con la migración y la cultura de las personas.
El “fetichismo legalista” aparece cuando se cree que, cambiando la Constitución Política o las Leyes, automáticamente se cambia la realidad. Las clases dominantes han aprendido a jugar con ese engaño como lo hicieron en Colombia en 1991. Y, de alguna manera, los proyectos políticos populares y de izquierda de América Latina han caído en esa trampa del “legalismo jurídico”.
De cómo la derecha chilena aprovecha el “extremismo identitario” y el “fetichismo legalista”
Es fácil observar cómo los “partidos de la Concertación” no fueron capaces de controlar las fuerzas y las representaciones “identitarias” en la Convención Constitucional y dejaron que las “causas sectoriales” se extralimitaran en su ejercicio “legalista” y “maximalista”. ¡Querían cambiarlo todo, pero en el papel!
Así, mientras las “falsas izquierdas chilenas” se solazaban en la “orgía constitucional”, las derechas utilizaron la justa lucha de los Mapuches para meter miedo –a través de los medios de comunicación– contra el separatismo y la división de la Nación, al estilo de lo que hizo la derecha española con el “independentismo catalán” para debilitar a Podemos.
Utilizó el “feminismo radical” para horrorizar y asustar al grueso de la población cristiana y tradicional “en defensa de la familia y de la vida”, al estilo de lo que hizo Álvaro Uribe Vélez en Colombia para derrotar el referendo de la Paz (2016).
Instrumentalizó el “radicalismo provocado” de la juventud de la “primera línea” para identificar la protesta social con el “vandalismo” y la “violencia”, como parcialmente lo hizo la derecha colombiana en 2021-22, especialmente en Cali y algo en Bogotá.
De la misma forma, promovieron la xenofobia contra los migrantes venezolanos incentivando un arrollador “nacionalismo neo-fascista” que los colocó como los guardianes de la “nación”, al estilo de lo que hizo Trump en USA y las derechas extremas en Europa.
La extrema derecha chilena triunfó armando ese “coctel neo-fascista” sin que existiera una fuerza política que tuviera la claridad y la madurez para unificar las justas luchas de los indígenas, las mujeres, los jóvenes y los migrantes, con la lucha de los trabajadores y del conjunto del pueblo chileno. Tal unificación era necesaria para avanzar hacia un efectivo “proceso constituyente” de mediano plazo, que promoviera y profundizara la organización popular de amplio espectro, en donde un firme y valiente gobierno progresista podría ser un buen ayudante.
La situación en Colombia (síntesis)
En Colombia la situación es algo diferente. Después de 200 años de vida republicana es el primer gobierno de “izquierda progresista” que rige en este país. Todavía los partidos no están tan desgastados y debilitados como en Chile. Y, además, Gustavo Petro –hay que reconocerlo– no sólo se involucró de lleno en la dinámica del “estallido social” sino que tuvo la capacidad de influir sobre él y se deslindó a tiempo de algunas prácticas violentas, que así fueran provocadas por el gobierno, también fueron estimuladas por grupos armados de diferente origen (guerrillas, “paras”, grupos delincuenciales, extremistas infantiles, etc.).
Algunos de los integrantes del Pacto Histórico no son conscientes de esa situación. Por ello, existen todavía muchos desvaríos “radicales” y refundacionales que vienen de la herencia y tradición guerrillerista, y pueden generar –en poco tiempo– una situación similar a la de Chile. La oligarquía juega a desesperar a la cabeza del gobierno progresista, y Petro pareciera caer en la trampa, queriendo acelerar las reformas “sociales” sin contar con una fuerza social y política mayoritaria. También el “fetichismo legalista” está en nuestros genes y, a veces, nos traicionan.
Sin embargo, una de las áreas en donde podemos afirmar que el gobierno de Petro ha sido consecuente con sus postulados programáticos, es la política internacional. Si en los “frentes internos” (legislativo y de ejecución del presupuesto gubernamental), el gobierno de Petro actuara como lo hace en el “frente externo”, seguro ya se hubiera ganado un aplauso general del pueblo y de la sociedad colombiana. Todavía no lo logra.
Por ello, a continuación, se presentan algunas ideas relacionadas con esa gestión internacional.
La iniciativa del gobierno colombiano frente a Venezuela
Con ocasión de las acciones que realiza Gustavo Petro para que Venezuela se reintegre a la Comisión Interamericana de DD.HH., se reestablezca plenamente la democracia en ese país, y el gobierno de los EE.UU. suspenda el bloqueo económico (sanciones) que le impuso al país y pueblo hermano desde 2014, no se han hecho esperar los diversos y contradictorios adjetivos y calificaciones que van desde el aplauso y apoyo hasta el insulto y la oposición abierta.
Quienes en las pasadas elecciones de 2022 rechazaron a la “derecha uribista”, respaldan la gestión. Al contrario, los Marco Rubio y Andrés Pastrana le dicen a Biden que tenga cuidado con Petro, que es un “agente del caos”; Guaidó, quien habla por Leopoldo López, afirma que es un “mandadero de Maduro”; y algunos “izquierdistas” colombianos afirman que es “alfil del imperio”.
Y son muchos más los que denigran y se exaltan porque Petro hace lo que está fuera de sus líneas de comportamiento tradicional (“derecha” o “izquierda”) por avanzar hacia la democracia y la paz. Todos ellos reviran frente a la posibilidad de encontrar soluciones pacíficas y democráticas para nuestros pueblos y nuestra región sin entender que los beneficios son evidentes. Entre otros están:
Uno, al pueblo colombiano le interesa que el país vecino supere sus problemas políticos y económicos. Mejoraría la producción y el comercio mutuos. Muchos migrantes venezolanos regresarían y las presiones sobre el empleo y los servicios públicos se aliviarían, aunque hay que reconocer que esa migración ha traído beneficios para nuestra economía y capacidad productiva.
Dos, la lucha contra las economías ilegales y los grupos armados que se alimentan de ellas, no solo contaría con un aliado interesado y comprometido, sino que se fortalecería la capacidad de la sociedad y de las fuerzas de seguridad para contribuir con las metas de la “paz total”.
Tres, se avanzaría en la tarea de integrar a los países y pueblos latinoamericanos sobre la base de una política de “no alineamiento” con ninguna potencia imperial, a fin de fortalecer el “mundo multipolar” que ya está en marcha, sobre principios democráticos y de soberanía.
Cuatro, se neutralizaría a las derechas golpistas que, con ocasión de lo sucedido en Perú y Chile, no cejan en su empeño de “defenestrar” (tumbar) a los gobiernos progresistas usando ya sea la guerra jurídica (Lawfare) y mediática, o la fuerza de ejércitos reaccionarios (Bolivia).
No debemos perder de vista que la hegemonía y el poder estadounidense está siendo retado y socavado por la crisis sistémica del capitalismo a nivel global y por nuevas alianzas geopolíticas (China-Rusia; Irán-Arabia Saudita; BRICS, etc.). En ese contexto es interesante recordar las palabras de Fidel Castro cuando analizaba el futuro de los conflictos mundiales. Decía: “Estaríamos felices de que el imperialismo se suicidara, pero ojo, que no nos caiga encima”. Es mucho decir.
Por ello el enfoque calculado y pausado de Petro, es el más acertado para un proceso que recién está en ciernes y cuyo desenlace será muy conflictivo y cruento. Y ese es el mismo enfoque que se requiere para avanzar también en lo interno: “Vísteme despacio, que tengo prisa”.