De un momento a otro se terminó eso que llamamos vida en sociedad o, mejor, la posibilidad que teníamos de ser rebaños humanos sueltos en las calles de las ciudades, corriendo, gritando, haciendo alarde de nuestras maneras de ser sociables e importunando a los demás con nuestras actitudes egoístas.
Se acabó esa pasarela social en las calles en las que la vanidad se exhibía para presumir marcas, estilos y modas. Esta última quedó reducida si mucho a una pantaloneta desgastada para estar en casa.
Se empezaron a valorar oficios que antes se desdeñaban: repartidores de domicilios, auxiliares de salud en los hospitales y clínicas, encargados de recoger las basuras que producimos por montones en nuestras viviendas, médicos que atienden sin descanso a los enfermos y otro sinnúmero de actividades que resultan indispensables para que otros podamos permanecer refugiados.
Aparecieron los gobiernos con presunciones de generosidad y se disparó la solidaridad para llevar ayuda a quienes más lo necesitan. A la par con estas gestiones se magnificó el apetito de la corrupción, que no respeta ninguna situación para llenar la insaciable panza de los rapaces hambrientos.
Un virus invisible nos arrinconó a los más de 7.787.800.705 millones de seres humanos que andamos esparcidos por el planeta y nos ha hecho cambiar todos nuestros comportamientos y hábitos, pero, lo más impactante, se llevó nuestra confianza y nos llenó de temor hacia el otro. Ahora miramos recelosos a quien pasa por nuestro lado o a quien se atreve a dirigirnos la palabra a través de una mascarilla que lo protege también de nosotros.
Nuestro lugar de residencia se transformó en una trinchera a la que no permitimos el acceso ni de los más cercanos por temor a que agazapado en sus ropas o en sus palabras venga escondida la nueva plaga y de repente salte sobre nuestra humanidad para convertirnos en un número más de las estadísticas de contagiados (que ya alcanza varios millones en el planeta).
Pero ahí estamos con la mirada puesta en el horizonte a la espera de una nueva normalidad aún lejana, rumiando la impotencia e inventando cada día para aminorar el tedio de este encierro obligado que aún no sabemos cuándo terminará.