Miranda

Miranda

Por: Julian Otoya T.
diciembre 27, 2013
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Qué problema la contravía. El zoológico se atraviesa. El león nunca hizo más ruido que el afán del cura por llegar cumplido. Al final ganó la razón. Los invitados llegamos todos después que Miranda. Siempre creí que era en los remansos de la corriente donde, como con un intento de homicidio, le metían a Jesús a uno en lo más profundo del alma. Pero no. La cosa ha cambiado. Y, como cuando las cosas cambian, con ella cambia la historia, los ritos. Entonces no es en un remanso, ni en una pila, sino en un útero de cemento lleno de agua helada donde a uno hoy día le meten a Jesús en lo más profundo del cuerpo. No entro a las iglesias sino cuando el respeto a ella me lo permite y la costumbre socialmente me obliga. Olía, como siempre, a musgo. Mucha banca vacía. Un mundo de muñecos de madera insípida con ojos aterrados habita su soledad. Demasiada flor marchita para ser el verdadero edén. Confesionarios vacíos. Había mucho más gente antes que cuando no habían cuidado carros. El sol lo remplazaban bombillas. El ruido se quedó al lado del zoológico. Me gustaron muchísimo los invitados. El papá y la mamá de la mamá de la bautizada. La mamá, las hermanas y el hermano del papa de la bautizada. La hermana de la mamá con su esposo de otro país. La hermana de la mama de la bautizada con su señor esposo y sus tres hijos nietos de la mamá de la bautizada divinos. El abuelo altísimo y gallero de la bautizada. El ébano tranquilo de la niñera. Divinos. Mejor dicho imposible una selección mejor del parche preferido por los del cielo. Nadie lloró. Aplausos en cantidades antes, en medio y después cuando ya terminó el rito acortado por el peligro que corríamos estando en los vecindarios del hambre del zoológico. Todo el mundo vestía divino. Todo el mundo serio olía rico. Nadie sentía afán de respirar. Impecables. Mucho color y olor a musgo celestial. Dios y su corte casi infartan con la elegancia de la niña. El agua estaba helada. La pila parecía un tempano. Los ángeles se emberracaron con el padre y, sin permiso, la calentaron a punta de puro aliento delicioso. Miranda se puso feliz. No lloró… “no lloro, no lloro, no lloro… ni por el carajo”, dijo. El padre tampoco lloró. El agua echo un hervor. Los invitados nos sentamos en orden de edad ante la vida, en orden de importancia ante dios y en desorden de consanguinidad ante Miranda. Nos mirábamos de reojo y nos veíamos divinos. Nos pusimos muy contentos. Nunca había habido tanta alegría, belleza, color y camaradería junta entre tan poquitos en ese tempo frio. El padre Lara se puso a la carrera su cerristopa nueva para bautizar. Se tropezó con el cable del micrófono. El papá también. No hubo entonces necesidad de micrófono. Casi tumban el tempo. Todo el mundo feliz hizo silencio. Mucho silencio. Profundo silencio. Tan profundo que empezó a sentirse angustia con el hambre del zoológico. Se oía el rio Cali arrastrando su extinta fauna de barro milenario. Nos pusimos muchísimos mas contentos. Miranda puso cara y porte de bautismo. Casi tiembla la tierra. El padre explicó que había agua, aceite y candela en el rito. Manifestó que todo el mundo debía, a través del silencio y del profundo recogimiento, darle la bienvenida al espíritu santo que iba a bajar del cielo y poco a poco se iba a ir apoderando del cuerpo y del alma de Miranda. Que no hiciéramos ruido para que no se asustara y de golpe apagara el cirio con sus alas de paloma. Miranda lo miró curiosa cuando aterrizó en las tejas. Su prima seria y divina hizo un respingo de aprobación. Nos recordó la gaviota del papa Francisco. El pico era igualito: verde. El agua se tibió. El aceite, como si fuera de oliva negra, se puso tibia también. La vela todavía no habían dado la orden de prenderla. Estaba apagada al lado del cirio que había sido sacado de mano en mano, de catedral en catedral, hasta que dejaron sin cirio a la catedral de San Pedro. El cirio alumbraba más que el sol. Todo y todos estábamos resplandecientes. Miranda entrecerró los ojos. El templo echo chispas. Los invitados, toditicos, igualito que los padrinos, estaban deslumbrados. Todo el mundo estaba feliz. El rio seguía bramando. En el zoológico aun no daban de comer a los animales. Miranda pensó en el león. “Agua, porque todo es agua. Aceite, porque todo se cocina en aceite. Candela, porque al final todo será candela fina” dijo Lara. Yo no entendí bien pero no importa porque todos los demás, menos Miranda, sí entendieron. El vino blanco, el pavo, las trufas de chocolate, la ensalada paraíso y la torta celestial esperaban sabrosas y olorosas en la casa. “Ni el aceite ni la candela duelen, pero el agua sí hace llorar” dijo Lara. Miranda no lloró. A miranda no le dio miedo. Miranda pidió que no sólo le echara agua en la cabeza sino en todo el cuerpo. “Milagro” gritó el padre. La tía abuela dijo que “no”, “que el vestidito no era de baño sino de bautizo” y “que no, que nooo…”. La mamá hizo caso. Todo el mundo hizo caso. El padre no echo más gua. Miranda aprobó con una sonrisa tan linda que el padre y todos los invitados entendieron que no había motivo para seguir jodiéndole la vida. “Me llamo Miranda. Miranda desde el mismo día en que empezó mi vida. Hagan lo que hagan, con agua, con fuego, con aceite o con algarabía de celebración, soy y seguiré siendo Miranda…” Respiró un poquito, dio un respingo y gritó “la luz soy yo: soy luz”. El padre nos dio y se dio la bendición. Amén.

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