"—A esto vinimos— le diré entonces a María Fernanda— A esto. A encontrarnos con el Sur. En el Sur. A reencontrarnos aquí. A descubrirlo de nuevo. A redescubrirnos. Por eso no habrá viaje que pueda decepcionarme ”. Juan Carlos Pino Correa.
La mágica región del verde de todos los verdes, que en las hojas de árboles centenarios, montañas y nubes multiformes mecidas por el viento conjuga paisajes y atardeceres deslumbrantes, tal como nos las reveló uno de sus hijos —Aurelio Arturo en su clásico libro de poemas Morada al sur—, esta vez cobra vida en lo recóndito de sus entrañas, al ser narrada en amenas y viscerales crónicas por quien desde niño trasegó por las casas de las fincas de sus abuelos, bebió la espuma de la leche de las vacas recién ordeñadas y correteó por sus senderos escabrosos y polvorientos.
Juan Carlos Pino Correa, nacido en Almaguer, con parte de su infancia vivida en La Vega, antes de con su familia trasladarse a Popayán, después de publicar varias novelas, en 2016 emprendió varios viajes de retorno por los intrincados y escabrosos caminos de sus infancia, acompañado de su padre, el también escritor Primo Rurico Pino y su hija María Fernanda.
Después de las visitas y riguroso trabajo de creación literaria nos ofrece Mirada al Sur. Travesía por territorios de la niebla, con 36 crónicas elaboradas después de numerosos viajes de reencuentro con los paisajes y recuerdos de los lugares donde vivió el paraíso de su niñez y los horrores de la violencia, escritas con gran riqueza descriptiva y amenidad que despiertan las ganas de leérselas de una sola sentada.
En la presentación del libro el autor escribe:
“… es una búsqueda que tiene muchas aristas: geográficas, históricas, sociales, culturales, pero también evocadoras, existenciales, reflexivas. Este libro se constituye, entonces, en una travesía geográfica y personal donde prevalece el reconocimiento de una región en todas sus bellezas y problemáticas, y donde elementos del paisaje pueden ser detonante para el recuerdo de tiempos lejanos, de alguna imagen, de algún suceso histórico o para evocar un poema, una canción o un libro leído hace años, pero que se fijó indeleble en lo profundo del ser. El libro así planteado es un ejercicio de reportería, pero también de memoria, un aguzamiento de la mirada y una posibilidad de reflexión sobre un territorio y sus habitantes a la luz de aquello que los hermana con otros o los hace diferentes”.
Se trata de contarnos en la esencia de los paisajes y espíritu de sus gentes, la vida de los pueblos que conforman la región del Macizo Colombiano, que comprende numerosas poblaciones del sur del Cauca y norte de Nariño, identificadas en su economía campesina, durante épocas interferidas por el narcotráfico, la violencia guerrillera, militar y paramilitar, que no lograron arrasar con las sanas costumbres, bonhomía, hospitalidad, fiestas tradicionales, hablas, y leyendas míticas, que sus gentes sencillas se cuentan al anochecer en reuniones alrededor de fogones en las cocinas, o en corredores de sus casas sembradas de flores.
Entre las crónicas de situaciones y temas variados, en medio del estremecedor relato de los familiares de las víctimas de los jóvenes engañados con promesas de trabajo para hacerlos aparecer como guerrilleros muertos en combate, se cruzan historias como la del loco que espera los carros a la salida del pueblo para pegarle una pedrada al vidrio panorámico; o la de la abuela con la baba verde del mambeo de la coca escurriendo por la comisura de sus labios ajados, que acompañada por su pequeña nieta, atraviesa un tronco en medio de la carretera para cobrar peaje a los viajeros; el arduo y creativo trabajo que hay detrás de las carrozas que desfilan en las Fiestas de Reyes de Bolívar; la dura jornada del campesino de una pequeña parcela que un día antes del mercado tiene que subir con su escuálido caballo los bultos de naranjas y plátanos que aspira a vender en el mercado del pueblo al día siguiente; o el caminar y cabalgar en medio de la niebla, ventisca y lluvia para llegar a las lagunas donde nacen los ríos Magdalena y Caquetá; o el buscar una salida a la carretera taponada por 8 derrumbes retornando al camino de Los Uvos, donde se toparon con las 17 cruces blancas desteñidas para recordar la matanza de humildes campesinos que hace 25 años cometieron militares y dos civiles intentando hacer creer que eran guerrilleros.
Son una manera de adentrarnos en ese sur profundo, que es un misterio alucinante y revelador para quienes buscamos rescatar aunque sea en los relatos el maravilloso y a la vez escabroso y difuminado por la niebla, tiempo perdido.