Hace cinco años me vine a vivir a Cartagena de Indias, tenía 17 años. Salía de un colegio de monjas en Sincelejo a estudiar mi pregrado en Derecho en la gloriosa Universidad de Cartagena en la cuál pronto me graduaré. No iba a Bogotá, la capital, iba directo al caribe colombiano y al mejor lugar para educarme. Cartagena es una ciudad de contrastes que lo tiene todo, o por lo menos a mi me lo dio todo, aún cuando Cartagena es bella y triste. Basta perderse en el mar y oler sus calles para percibir una especie de nostalgia, la nostalgia propia de los colonizados, que por colonizados tienen ese eterno complejo de inferioridad. Los blancos mancillaron a nuestras indias desvistiéndoles hasta su dignidad y mancillaron a nuestros negros al tiempo que esclavizaban sus almas. El recuerdo de la injuria de los blancos conquistadores forjaría en su psiquis el que sintiesen su propia raza como sinonimia de evolución. Y desde entonces lo blanco fue asociado con lo justo, lo bondadoso y lo verdadero.
Y es que hay un hecho irrefutable: hay blancos que por vivir ensimismados en su blancura se consideran superiores a los negros. Recuerdo cuando vivía pensionada en casa de una mujer cercana a los cincuenta, de la clase media-alta cartagenera (la clase más inconforme, según Marx, porque el pobre no tiene nada que perder y el rico lo tiene todo). La mujer era de tez blanca, soltera y sin hijos pero a cambio tenía dos bellas sobrinitas de cinco y tres años a quienes sus padres habían dejado a su cuidado. La menor era de una hermosa piel negra y la otra era tan blanca como la nieve. Las dos eran absolutamente hermosas, pero por alguna razón la mujer se ufanaba de la hermosura de la pequeña de piel blanca. Al preguntarle sobre su amor especial hacia la niña, decía: “Lo único que se es que tiene los ojos azules, cabellos de rubí y la piel pálida”. En una ocasión, en una de esas reuniones sociales de ostentación y apariencia, la pequeña rubia bailaba rodeada de la admiración de su tía e invitados. La otra pequeña solo observaba y un espectador intentando un buen cumplido dijo: “Ella también es bella. Negrita pero bella”. Me inquieté con ese “Negrita pero bella”, ese “pero” me pareció cruel. Era como si la negrura se opusiere a la belleza, bien pudo decirle negrita bella…
Desde aquel día el asunto me inquietó. Traté de imaginar un dios negro y pensé que ese dios tendría que blanquearse o desaparecería porque el dios bueno y misericordioso no puede ser negro. Pensé en una Virgen y me esforcé en encontrar alguna negra. Alguien me mencionó a la Virgen de Monserrat y me topé con la sorpresa de que era la santa patrona de los delincuentes, o lo que es lo mismo, de los negros. Y no digo que los negros sean delincuentes, digo que se ha creado el estereotipo de que el negro es el malo que delinque y merece ser arrojado a nuestras hacinadas cárceles colombianas. No es secreto que el beneficio de casa por cárcel o acomodación cuatro estrellas en centros penitenciarios es para cuellos blancos.
En tiempos de “civilización” a los blancos la negrura les avergüenza. Y hay negros que se ven forzados a blanquearse. En cambio me encanta el negro que no se blanquea, el negro que asumiendo su identidad es negro con orgullo. El negro que no voltea cuando un grupo de turistas europeos grita cual descubrimiento: ¡mira, un negro!
Investigadora del ICDH
Twitter: @AlexandraBlues