Miles Davis rompió con todo. Una vez, mientras estudiaba en Julliard, la más prestigiosa de las escuelas de música de Estados Unidos, una profesora empezó a hablar de que el blues había nacido entre la tristeza de los esclavos recogiendo algodón en las plantaciones de Alabama. Davis, arrogante, protestó “Mi bisabuelo tocaba blues y era dueño de una plantación, no todos los negros fuimos tan miserables”. Es que Davis era hijo de un potentado odontólogo dueño de 400 hectáreas en Illinois que siempre fue a los mejores colegios y desafió con su música al poder blanco.
Ir a un concierto de Davis era toda una experiencia religiosa y una declaración de principios. Tocaba de espaldas al público y no hacía las monerías de Louis Armstrong o Sammy Davis Jr a quien él consideraba negros Tío Tom, el esclavo bueno y obediente que está ahí para divertir a los blancos. No, él era la furia, el desgarro, el golpe seco del martillo.
Davis aprendió todo de Charlie Parker, el saxofonista mayor y excesivo que murió a los 36 años producto de sus excesos que incluía el abuso de la heroína. Parker tenía su oficina en los taxis de Nueva York en donde atendía a sus prostitutas mientras se comía un pollo entero regado con una botella de whisky. Muchos músicos, entre los que se incluyó Davis, creían que la heroína era la que convertía a Parker en un Dios, por eso empezaron a consumirla. La verdad es que para los artistas tímidos la heroína trancaba todas las emociones y les permitía literalmente olvidarse del público. El precio era atroz, estar enganchado a una droga que gritaba la necesidad de cabalgar por sus venas. Muchas veces Davis intentó desengancharse. Uno de los métodos fue encerrarse en la finca en Illinios a sudar la gota gorda y combatir el mono. Una y otra vez, a medida que se desenganchaba y volvía a los escenarios, la cercanía a otros músicos lo volvía a hacer visitar ese infierno. Además estaba el racismo, el desprecio que sentían por los negros en Estados Unidos lo que lo hacía deprimir y sucumbir.
En París fue libre. Juliet Grecco, la reconocida actriz, le abrió su corazón, el eminente director Louis Malle lo invitó a que grabara la banda sonora de su película, Ascensor hacia el cadalso, y, su método, no puede calificarse sino de genial: mientras veía el filme iba lanzando la melodía que le inspiraban sus imágenes. El resultado fue uno de los discos más apreciados del jazz.
Si, ya sabemos que Kind of Blue, grabado por Columbia en una iglesia abandonada de Nueva York, es la perfección absoluta, es el mejor quinteto de todos los tiempos, Bill Evans, Coltrane, Jimmy Cobb, Cannonball Adderley, si quieren saber lo que es el amor búsquenlo, está en Youtube, pero además está la rebeldía de no conformarse con el éxito sino de seguir experimentando, evolucionando hasta sonidos que lo hacían parecer más a Pink Floyd que a Dizzy Gillespie como pasa con su sicodélico Bitches Brew.
A comienzos de los ochenta el gorila de la heroína volvió a abrazarlo. Casi no lo suelta. Regresó en 1986 pero ya el virus estaba en su cuerpo. Murió en 1991 a los 65 años. Nadie llenó su vacío y lo único que quedan son estos recuerdos: