En estos días en que, por la llegada del papa Francisco a nuestro país, se está en la idea de alcanzar la reconciliación, por su sola presencia, sería un milagro. Ojalá.
La polarización es la norma de normas, más respetada que la propia Constitución a la cual, dicho sea de paso, se le han realizado (entre otros motivos, por el de acabar con tanto conflicto y, la polarización que ello produce) tantos remiendos que, si se mirará en un espejo no se reconocería ni ella misma.
En suma: polarización y milagro son los referentes.
Señoras y señores, aquí en nuestro medio, en donde todo es discutible y en donde a todo se le pone de presente lo malo, lo feo y lo poco ortodoxo, no puede existir cosa diferente a la polarización; miren ustedes, hasta cuando alguien se gana una lotería, en lo primero que piensa no es en reclamarla, en recibir el premio, sino en cuánto, según su gusto, debe ‘perder’ en el pago de impuesto; en donde la gente aplaude los reinados de belleza y quien queda en segundo lugar, siempre, buenooo…. casi siempre, acude a la genial expiación comunicante[1], que es no aceptar la decisión, sino expresar cómo y de qué manera se ‘robaron’ el reinado; todo está en duda existencial. Ello se reproduce en la vida social, política y hasta judicial.
Desde los albores de la República queríamos la independencia, pero… no estábamos seguros de ella; en delicioso pasaje Indalecio Liévano Aguirre nos recuerda: “El famoso documento, que bajo el título de "Acta de la Independencia", se firmó ese histórico día en Cartagena, declaraba en su aparte central: «Nosotros, los representantes del buen pueblo de Cartagena de Indias, con su expreso y público consentimiento, poniendo por testigo al Ser Supremo de la rectitud de nuestra causa, declaramos solemnemente, a la faz de todo el mundo, que la Provincia de Cartagena de Indias es desde hoy, de hecho y por derecho Estado libre, soberano e independiente; (…) ».(…)”. Y, como si fuera poco, sin saber si era o no viable la independencia caímos en el raudal del parecer partidista, con ello: “El conflicto se ahondó en la medida que transcurrían los días y los dos partidos se comprometieron insensiblemente, en una carrera de mutuas hostilidades, cuya pugnacidad era alimentada por la explosiva naturaleza de las discrepancias sociales y políticas que los distanciaban. Así fueron rompiéndose, uno por uno, los delgados hilos que de manera precaria habían mantenido, en el pasado, la cohesión epidérmica de la sociedad granadina, y ella se aproximó, rápidamente, al terreno de las soluciones desesperadas y comenzó a familiarizarse con la idea de que aquel histórico litigio no tenía solución distinta de la Guerra Civil”; no hemos cambiado; la suerte está echada.
Los años, los lustros, los siglos pasan, pero las hostilidades No. Son los argumentos o, perdón, el único argumento para la próxima y vecina campaña electoral.
El más cándido de los expedientes es el que señalan con bombos y platillos:
presidente será, el que acabe con la polarización;
¿cómo lo hará, si para ser presidente requiere entrar en ella y, sobrevivir?
El más cándido de los expedientes es, precisamente, el que señalan en todas partes, con bombos y platillos: presidente será, el que acabe con la polarización; ¿cómo lo hará, si para ser presidente requiere entrar en ella y, sobrevivir, de ser posible? Y, con todo, llegado el momento presidencial, cómo sorteará el camino si tiene como propuesta acabar, con lo que al solio de los presidentes lo llevó; existe allí una contradicción interna, más exactamente, una antinomia; la demostración, la evidencia la estamos viendo: un periodo presidencial, se dice, el de la paz, que deja al país polarizado. ¿Qué hacer?
El papa Francisco, pasa y, después de su paso, en que orará por la paz, por la unidad, dejará en su camino aliento y esperanza; siento decirlo, el lunes temprano, muy contritos (ufff), encontraremos de nuevo nuestra realidad, la polarización: la inexistencia de milagro alguno. Una postura de la política colombiana.
Pero ese mismo lunes, siguiente a la visita apostólica, no olvidemos el tema de la corrupción que, por milagro, ese sí, no se nos olvide.
[1] Sería como la posibilidad de echar razón negativa al comportamiento ajeno y, llevar a la mesura pública su propósito.