Miguel Mosquera, de Andagoya a El Bagre

Miguel Mosquera, de Andagoya a El Bagre

Aunque llegó al municipio antioqueño con la idea de estar poco tiempo, no pudo resistir la tentación de quedarse. Se dejó dominar por el ambiente y el trato de sus gentes

Por: Carmelo Antonio Rodríguez Payares
noviembre 30, 2020
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Miguel Mosquera, de Andagoya a El Bagre

Para quienes disfrutaron de aquellos años dorados de la década de los noventa del siglo pasado de un sitio de diversión llamado Los Parrales, en El Bagre, Antioquia, el nombre de José Miguel Mosquera Moreno quizá no les diga nada, como le sucedió a un amigo mío, cliente asiduo del lugar, cuando le comenté que el dueño de aquella especie de edén de la diversión y del baile hasta el amanecer era una persona de buenas maneras, de hablar con las palabras precisas y para quien el boato y los lujos estrafalarios no están en su diccionario. Digamos, para comenzar, que nació en la vereda Chiquichoque, corregimiento que antes perteneció a Itsmina, hoy Medio San Juan, pero que el mundo entero de la minería lo marcó para siempre gracias a la abundancia del platino, el mismo que se daba silvestre por esas tierras de Dios, en donde bastaba sacar una batea, recoger una pila de tierra y ver brillar aquellas pepitas de tamaño magnífico, pero que también podían aparecer dentro de las bellotas que colgaban de las matas de plátano cultivadas hasta en los patios de las gentes más sencillas de aquella región, cuyo nombre más recordado es el de Andagoya, un pueblo del Chocó que, hasta finales del siglo XX vivió de la minería de la que ahora solo queda el recuerdo.

Allí, en la desembocadura de los ríos San Juan y Condoto, muy similar a la figura que hacen nuestros ríos Tigüí y Nechí, creció y se educó de la mejor manera en la escuela pública Francisco de Paula Santander y el bachillerato en el Francisco Eutimio Moreno, donde compartió pupitre con Luis Gilberto Murillo Urrutia, quien años después sería el gobernador de aquel departamento, ministro de Estado y que hace pocos días fue llamado para integrar el equipo de la Iniciativa de Soluciones Ambientales y al programa Martin Luther King del Instituto Tecnológico de Massachusetts de los Estados Unidos.

José Miguel recuerda que su padre, don Tiberino, un caracterizado sindicalista que por cosas de la vida tuvo que tomar las riendas de la nacionalizada empresa Mineros del Chocó cuando esta ya no tenía la menor salvación económica, le enseñó que las cosas en la vida había que ganarlas con esfuerzo y por eso con todo el esmero posible se financió sus estudios, siempre con la mira puesta en lograr un diploma sobre las ciencias financieras, en su calidad de contador que le fue conferido por la Universidad San Martín y de Costos y Auditoría en el Politécnico Jaime Isaza Cadavid en Caucasia. Es el menor de 9 hermanos de la unión de Tiberino y Dionisia, cuyos primeros años de vida los hizo bajo la manta de la agricultura y la minería, pero rodeado por una empresa que tenía cinco dragas dispuestas en los ríos y en donde cada una de ellas era un pueblo en formación, con sus cantinas y toda la parafernalia de alegrías, tristezas y lamentaciones que rodea a los pueblos mineros del mundo entero desde que la avaricia y la ambición se apoderaron de las mentes de los hombres.

En esos tiempos la vida era suave y la vivíamos bien, la empresa nos proveía de agua y de luz, en casas de madera, con escuelas, centros de salud y el aeropuerto Mandinga y desde que tengo uso de razón me nació el gusto por la agronomía y me fijé la meta de estudiarla en la Universidad Nacional en Palmira, Valle, porque desde el colegio me alimentaron con esos propósitos, pero a la larga no se pudo lograr el objetivo, porque uno no es el que define las cosas en la vida, dice a manera de sentencia cuando tuvo en claro que primero tenía que sortear su ingreso al ejército, al que no pudo evadir y fue a parar a Facatativá, Cundinamarca, en calidad de soldado bachiller y allá se encontró con un personaje que le cambió para siempre las metas que alguna vez se fijó. En efecto, uno de sus lanzas fue Reinaldo Tarriba, un soldado como él que al final de la prestación del servicio militar lo invitó a un pueblo llamado El Bagre, pintado por él como la quintaesencia de cuantos existen en el hemisferio occidental, con unas características y unas gentes iguales a las de su natal Andagoya y se acordó que allá estaba radicado su hermano Hipólito y ni corto ni perezoso armó su maletín con dos mudas de ropa, porque la idea era estar un par de días en aquella población y luego arrancar hacia el Valle del Cauca. Entonces llegó a El Bagre el martes 5 de febrero de 1985, con la idea de llegar de entrada por salida, ya que estaban bien adelantadas sus diligencias para sus estudios, pero no pudo resistir la tentación de quedarse y se dejó dominar por el ambiente y el trato de sus gentes, al punto que desde esa fecha su segunda tierra es aquel municipio del Bajo Cauca.

Su primer trabajo lo alcanzó gracias a las influencias de su paisano y amigo Romelio Cossio, por ese entonces concejal y trabajador de la empresa Mineros S.A., quien lo vinculó en la nómina oficial como educador en la escuela rural de la vereda Muquí, vecina de Puerto Claver y muy visitada por un frente del llamado Ejército de Liberación Nacional, razón por la cual no le vio mucho futuro a la docencia y aspiró a ingresar a la compañía minera y luego de cuatro meses de dictar sus clases fue llamado para que se ocupara de las oficinas del Archivo como contratista para luego ser tenido como trabajador de oficios varios a partir del 3 de febrero de 1986 hasta cumplir los 24 años al servicio de aquella empresa en los cargos de Auxiliar de Bodega, de Contabilidad, de Tesorería y Cajero, con el solo cartón de bachiller, pero gracias a su tenacidad y a las manos del ingeniero Rafael Roldán Jiménez, logró hacer los estudios que ya fueron consignados en los diplomas referidos.

Con un futuro más despejado hizo que su novia de siempre, Cleotilde Rivas, llegara desde el Chocó para unirse en matrimonio y darle continuación a sus vidas a través de dos hijas, una de las cuales, Yesenia, falleció el jueves 4 de febrero del 2016 cuando apenas empezaba a disfrutar de su carrera como odontóloga, mientras su hermana Leydi ostenta el título como Ingeniera de Producción de Eafit, de Medellín. Hoy dice que gracias a los amigos en El Bagre, entre ellos Jairo Leyton Rodríguez y Diomedes Arévalo, nunca sintió nostalgias por regresar a su tierra natal, a la que visita de vez en cuando, porque al final se encontró con un pueblo que era casi un espejo al que lo vio crecer, tanto que las fiestas son casi las mismas y comparten como patrona a nuestra señora la virgen del Carmen. La última vez que estuvo fue hace casi tres años y lo que se encontró fue con un pueblo fantasma porque desde que la empresa desapareció del mapa, se llevó con ella todas las fantasías, los mitos, las fábulas y los oropeles que crecieron a su lado y con esos argumentos pudo finalmente doblar la página.

Cautivado por el llamado de la política que le hizo Ana Dolores Rivas Liñán, fue elegido concejal en la segunda alcaldía del ingeniero Héctor Darío Velasco Vargas, es decir, desde el primero de enero del 2001 hasta el 31 diciembre del 2003; y luego compartió curul con Gumercindo Flórez Mendoza, con quien entabló una amistad hasta el sol de hoy. Subraya que siempre ha estado signado por las banderas y los postulados del Partido Liberal, colectividad que le facilitó su llegada a un cargo en la Alcaldía de Medellín el 20 de mayo del 2013 de la mano del hoy gobernador de Antioquia, Aníbal Gaviria Correa, a la sazón alcalde de la capital antioqueña y allí concursó para el cargo de profesional universitario en la Secretaría de Inclusión Social Familia y Derechos Humanos y hoy está en propiedad.

Entonces nos regresamos a El Bagre y a los casi 17 años que tuvo al frente de Los Parrales, aquel bailadero trasnochador recordado hoy por muchos de quienes lo visitaron en el sector del barrio Los Ángeles hasta que la violencia con su mano larga le puso el punto final el día en que se escuchó el último de los vallenatos en la voz de Diomedes Díaz, uno de los más solicitados por los parranderos de entonces. Se fue entonces por el negocio ferretero y puso en marcha Cementos y Varillas que lo mantuvo al tanto del diario acontecer de El Bagre y no deja de señalar que espera que este pueblo no siga el mismo camino de Andagoya, que desapareció por no haber tomado a tiempo las medidas para sobrevivir con su propio esfuerzo y no estar esperanzado en un cheque millonario que le llega cada tres meses, sentado como cualquier manpolón que espera los huevos de alondra en el desayuno sin habérselos ganado.

Eso piensa cuando dice que la poca dirigencia que tiene el poder de decisión en El Bagre no se ha dado cuenta de que dentro de pocos años esa gallina de los huevos dorados tendrá que tomar su camino y que si hoy apenas se nota algo de su presencia es gracias a que allí se conjugan los dineros que les llega a los contratistas oficiales, a los educadores, al comercio en general, que no son más que espejismos porque la verdad es que la empresa tiene un peso en la economía que será muy difícil buscarle un reemplazo. Antes de despedirnos me dice: tome nota que espero que El Bagre sea el único capaz de romper la tradición de los pueblos mineros de no ser fantasmas cuando las empresas se vayan. Escríbalo, me dice, y nos damos las manos; yo, sin muchas esperanzas en aquella sentencia y él, con la fe del carbonero de que así será.

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