A los 18 años escribía compulsivamente poemas en una libreta que perdí y que me enseñó, de una vez, que el sentido de escribir es, en el fondo, sentir que algo se pierde entre las fisuras del tiempo. Comencé a escribir con la intensidad de alguien que comienza a encontrar respuestas en los sueños y sabe que está despertando y quiere permanecer por un rato más en el lugar que está soñando, sin querer sin interrumpido por el estertor del afuera. Comenzaba a garabatear crónicas, mientras entendía que la escritura es aprender a perder algo cada día. Publicadas las crónicas no me pertenecían, no tenían asidero: eran un fantasma desterrado de quien pudo haber sido y no fue. Casi todo lo que se escribe, especialmente para publicar, son fantasmas propios que se sueltan y se pierden. “El arte de perder —escribió Elizabeth Bishop— se domina fácilmente/ así parezca (¡escríbelo!) un desastre”.
Por esos días perdí a mi abuelo, pero no perdí las tardes luminosas donde punteaba una guitarra bajo la sombra de un guayabo. Fue, en ese momento, un hombre y una guitarra que nunca volveré a escuchar, pero que conservo como un cuerpo vivo, como una música que conmueve. Habituarnos a lo que perdemos es aprender a entregar la vida por la vida. No todo permanece dentro de nosotros: hay cosas que se pierden y que nos pierden. Hace poco vi la película Sound of metal en la que Ruben, un baterista de una banda de metal, pierde la audición. Intenta a través de una cirugía recuperarla, pero recuperar lo perdido es perder una realidad que se acomoda. Ruben logra restablecer cierta parte de su audición, pero no recupera el mundo de entonces. Vivir en la pérdida hace más armónica la vida para Ruben, aunque punce en las vísceras como un mal recuerdo.
Hay, en el arte de perder, una belleza fría, aunque nos deje un jirón que perderemos al otro día. Perdemos como se pierde el brillo del pasto mojado por la lluvia, como el placer que de tanto repasarlo se gasta. Hay un libro de Joan Didion llamado Noches azules que en la última página dice: "Uno no teme por lo que ha perdido. Uno teme por lo que todavía no ha perdido". Las pérdidas son el dios que a menudo nos convocan. Tan solo hoy conservo lo que mañana, inesperadamente, perderé. Después, como todo el mundo, la vida sucederá como todos los días. Resignados a lo perdido los versos de Dickinson serán la única certeza de lo que dejó de ser: "las mejores ganancias / deben sufrir la prueba de pérdida / para hacerse ganancias".