Mi ventana al IX Festival Internacional de Música de Cartagena
Opinión

Mi ventana al IX Festival Internacional de Música de Cartagena

Por:
enero 19, 2015
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Un cubano, muchas Cubas.

El nombre de Leo Brower llegó a mis oídos en la temprana década de los ochenta por la misma vía que llegó a los de mis amigos cercanos: habíamos descubierto, entre la anémica información a la que teníamos acceso, que el hombre había liderado el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, del que se habían nutrido nuestros admirados Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Noel Nicola. Éramos apenas un grupo de mediocres guitarristas con ínfulas, insoportables adoradores de esa novedosa mezcla bolchevique caribeña llamada Nueva Trova Cubana, huérfanos de una herramienta como Internet que nos liberara del trágico aislamiento de la Medellín sitiada por el narcotráfico y a los que no quedaba otra opción que la de entronizar, de forma automática, el nombre de quien nuestros ídolos llamaban sin reparos Maestro.

Varios años después, ya desprovisto en gran medida de mi primera inocencia guitarrística y recién llegado como estudiante a la convulsa Habana de mediados de los años noventa, entendí la dimensión real de Brower.
Mi profesor de armonía me regaló un librito pequeño y delicioso del legendario investigador y guitarrista Radamés Giro: Leo Brouwer y la guitarra en Cuba, mi maestro de guitarra me entregó una carpeta de partituras amarillentas (ajadas y evidentemente reutilizadas conforme al uso impuesto por la austeridad de la Cuba de 1994) bajo el título Estudios sencillos para guitarra, de Leo Brower, y finalmente esto por encima de todo tuve el privilegio de verlo en el Teatro Nacional de La Habana dirigiendo la magnífica Orquesta Sinfónica Nacional de Cuba.

Cuba no era la limitadísima postal musical que yo tenía en la cabeza antes de llegar a La Habana. Cuba era muchas Cubas que comenzaban a revelarse justo frente a mis ojos. Sí, era la de mis trovadores, pero era también la de Ignacio Cervantes y Ernesto Lecuona, la de Barbarito Díez, la de Irakere, la de Eusebio Delfín, la de María Teresa Vera, la de Síntesis, la de Pedro Luis Ferrer. Y todas ellas, para maravilla y goce del limitadísimo escucha que me habitaba, estaban presentes en la figura y en la obra de Leo Brower: un cubano que traducía la sonoridad entera de un país a un lenguaje francamente universal.

En adelante seguí, estudié y admiré la obra de Brower, pero tuvieron que pasar veinte años para tener la dicha de verlo nuevamente. Ocurrió la pasada semana en el IX Festival Internacional de Música de Cartagena donde, además de dirigir la Orquesta Filarmónica de Bogotá, nos obsequió con una encantadora charla sobre su obra con dos interlocutores de lujo: el escritor mexicano Jorge Volpi y el periodista argentino Diego Fischerman.

Los tres hablaron sobre lo humano y lo divino mientras a mí me resultaba imposible evadir la sensación de privilegio que significaba estar de nuevo frente al cubano que me traía de regreso el sabor de todas las Cubas que amo.

Un mar. O dos.

Conocí el Mediterráneo en Cataluña, más exactamente en Tarragona y como telón de fondo de una postal que se me hizo imborrable: el precioso mar del que hablaba Germán Arciniegas y al que cantaba Serrat, flanqueaba las ruinas de un magnífico coliseo romano en lo que parecía casi un cuadro cinematográfico.

En adelante, mis posteriores encuentros con otras orillas del que los romanos llamaron Mare Nostrum, no han sido más que réplicas hipertrofiadas de ese primer acercamiento: constataciones espléndidas de la impagable fertilidad a la que conduce un intercambio cultural de siglos.

En los cantos andaluces suenan ecos de la Beirut fenicia, la arquitectura de las catedrales sicilianas grita Bizancio, el idioma turco, que hasta la década de 1920 se escribía en caracteres árabes, hoy se traduce al papel con signos de origen latino. El Mediterráneo sigue ahí, imperturbable y repleto en todas sus esquinas de preciosos signos que nos recuerdan el luminoso caldero de civilizaciones que es, nutridas todas ellas entre sí en el lento y sostenido ir y venir de los siglos.

Y el mérito del Festival Internacional de Música de Cartagena del 2015 no reside en haber reparado en la riqueza musical del Mediterráneo (en eso reparamos hasta los más inexpertos), sino en haber acometido con éxito una delicadísima labor curatorial que, sin renunciar al nivel de pretensión necesario para un reto así, logró combinar de forma francamente admirable pertinencia, variedad y efectividad: desde el Cuarteto Vocal Svetoglas de Bulgaria, con sus extrañas y excitantes sonoridades Balcánicas hasta la Mahler Chamber Orchestra interpretando el entrañable Amor brujo de Manuel de Falla; desde la enigmática mandolina del israelí Avi Avital hasta el arpa clásica del mexicano Ángel Padilla, todo ello puesto en la esplendorosa y atestada Cartagena, en los teatros más reconocidos y en las plazas populares, con el gratificante logro adicional de la afectuosa respuesta del público ante propuestas tan diversas, muchas de ellas por completo ajenas a nuestra arqueología sonora.

¿Qué me recordaron el Festival de Música y la respuesta del público?
Que si con algún fin se inventó la palabra crisol fue para definir al mar Mediterráneo, pero que si en algún otro lugar del mundo ese Mediterráneo ecléctico y múltiple tiene un espejo, es en nuestro mar Caribe.

Coda.

Decenas de conciertos, eventos académicos, talleres para luthiers, charlas magistrales. Un banquete musical francamente orgiástico.
Sí. Valdría profundizar los esfuerzos para engrosar la oferta del Festival en los barrios, para acercar a un número mayor de la población cartagenera a los conciertos, para ofrecer, por ejemplo, a los estudiantes de los colegios de la ciudad, más encuentros con los artistas o más recitales con fines académicos. Sí. Valdría muchísimo un esfuerzo de ese tipo. Sin embargo vi larguísimas filas a la entradas de los espectáculos gratuitos, vi cientos de personas que, aún sin haber alcanzado una boleta, abarrotaban la zona detrás de las vallas de seguridad (y escuchaban la totalidad del espectáculo de pie y en silencio), y asistí a instantes preciosos de comunión entre la ciudad misma y los artistas, como aquel momento en medio del más formal concierto del Cuarteto Casals de España, en la Plaza San Pedro, cuando se colaba, tímido pero persistente, en un lejano plano sonoro, el tintineo de la campana de un desprevenido vendedor de paletas y su delicioso pregón festivo. Y pensé, luego de ver todo eso, que desarrollar una crítica alrededor de lo que el Festival de Música de Cartagena podría ser y no sobre la espléndida realidad que es, resultaría francamente mezquino. Yo, debo decirlo con la limitadísima autoridad que le asiste a un completo lego en la música académica, aplaudo de pie y con un entusiasmo que hace años no experimentaba.

 

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