Inquieto, sonriente, mimado. Así podría describirme en los primeros años de mi vida. Con una abuela que hizo de madre y unas hermanas mayores que más pensaban en cómo dejarme en el camino que jugar de verdad conmigo. Mi mamá necesitaba dedicarle más tiempo a mi hermano menor porque él solía enfermarse, mi papá estaba profundamente entregado a su trabajo, era un apasionado de la vocación docente. Mientras tanto, yo jugaba a correr libre por la selva en un patio de 80 x 125 metros.
Me encuentro en un taller junto a una decena de docentes y defensores de derechos humanos, una señora de sonrisa amplia se presenta y para introducir su exposición nos pide que cerremos los ojos, que pensemos en el recuerdo más bonito de nuestra niñez. De los años de mi infancia hasta mis 28 años cumplidos ya ha pasado mucho tiempo, costó recordar algo hermoso, un regalo sin condición, un viaje sin obligaciones.
Recordé entonces una vez que llegué en la tarde, casi noche, a casa de mi abuela, ella me preguntó que cómo estaba, le contesté que bien, me dijo que me acostara en el chinchorro, se paró de donde estaba y me trajo una jarra de chicha de espagueti con leche, sentí cada sorbo como mágico, tenía la dulzura perfecta, era suave a mi gusto, estaba feliz. Después que terminé, dejé el vaso en la mesa y me acosté de nuevo. Me quedé con la mirada de mi abuela, con el sabor de la chicha y el aroma de su chinchorro. Tenía para ese entonces alrededor de 9 años.
Allí estaba mi recuerdo más tierno, no fueron las miles de horas frente al televisor, ni las aventuras que vivía solo trepando los árboles de mi patio. El tiempo para la dinámica del taller de derechos humanos había terminado y la directora señaló a alguien del grupo que había sonreído mientras tenía los ojos cerrados. Continuamos. Ahora debíamos cerrar los ojos de nuevo, pero esta vez buscando en la memoria el recuerdo más triste de nuestra niñez. No quise cerrar los ojos. La directora me miró, dijo que debía existir un recuerdo respecto a aquella vez que no quisieron darnos permiso o cuando le dieron un regalo a otro niño y a nosotros no. Insistió en que cerráramos los ojos y pensáramos.
Volví a aquellos nueve años cuando llegué temeroso a casa de mi abuela y ella me atendió sin mayor protocolo que el del cariño. Sí, volví a esa cápsula de la memoria que resguardo, no por conservar, sino al contrario, por querer desaparecer, por querer ignorar como si eso significara que no existió, pero fue uno de los capítulos más tristes de mi vida. Devastador.
Ese día llegué tarde a casa porque estuve huyendo a la paliza que me daría mi mamá, quien me amenazó y me persiguió con una vara por haberme retrasado en el mandado. Había ido a casa de mi tío a llevarle comida y de regreso me encontré con unos vecinos que me detuvieron y me llevaron a la fuerza lejos de casa, al monte. Mi corazón se detuvo por el pánico, el miedo era gobierno y el aire era más pesado que un barril. Ellos nunca pararon de hablar siempre con burlas y risas, me dijeron que jugara con ellos o ellos jugarían conmigo. Eran unos adolescentes, otros niños igual que yo, pero sus ojos eran tan siniestros que prefería mirar el suelo, con ganas de huir.
Esos juegos no los disfruté, estaba profundamente herido por el temor, temblaba. En un momento uno de ellos me tumbó con una zancadilla, se abalanzó sobre mí y me dijo que repitiera: "eres mi hombre, mi marido". Las lágrimas se me salieron, sabía que el juego llegaba a su fin, sabía que no tenía escapatoria. Apretó su brazo a mi cuello y me repitió las mismas palabras pero esta vez gritando. Uno mayor se paró junto a nosotros y le dijo: "ya él está perdido, es marica".
El que estaba sentado sobre mí, me volvió a gritar las mismas palabras, me escupió y amenazó con violarme esta vez frente a sus hermanos y primos. De entre mis verdugos, uno de los hermanos menores me quitó de encima a quien me tenía aprisionado, se puso entre nosotros y terminó con la escena. A su hermano le dijo que me dejara quieto, que esos no eran juegos, y a mí, que me fuera. Fue así como mi tarde se extendió. Llegando a casa me sacudí la arena, limpié mi ropa y las lágrimas para no tener que justificar nada, pero las cosas no se dieron tan bien, mami me esperaba en el portón con castigo en mano.
Salí de los recuerdos y allí estaba la doctora, dirigiendo su exposición hacia las diferentes formas de abuso a niños wayúu. Siguió con su repertorio preparado y mi mente como efecto dominó fue despertando los recuerdos afines uno de otro. Me levanté, tomé fotos, caminé por todo el auditorio, bebí café y envié mensajes, pero al momento de sentarme estaba como una puerta frente a mí la vía directa a los 7 años cuando corría feliz a casa de mis vecinos, que esa vez fui a visitar porque en casa solo estaba mi abuela. En el patio de ellos no había nadie, pero adentro se escuchaba a alguien. Pasé al fondo y al empujar, la puerta se abrió.
Cuando llegué a la sala estaba un amigo, se encontraba viendo porno, era la primera vez que yo veía algo semejante. Él saltó de susto cuando me vio y me dijo que lo había sorprendido. Me preguntó si me gustaba lo que veía, yo desconcertado, no sabía qué decir. Me cautivaron las escenas, mi mente no lograba procesar nada y quedé inmóvil. Él se tocaba la entrepierna a mi lado. No sé en qué momento lo comenzó a hacer, pero cuando lo miré me dijo que estaba como el hombre de la película. Extendió su mano y me tocó el pene que para ese momento estaba erecto como nunca lo sentí o recordaba. Tiró de mi ropa y me preguntó si quería hacer lo que los protagonistas hacían. Nuevamente me quedé callado.
Estaba avergonzado, no quería estar allí pero las piernas no me daban para correr. Cuando cerraba los ojos, los gemidos en el televisor me perturbaban más. Él me sentó y acostó. Cuando comencé a moverme para huir, se afincó sobre mí y me dijo que me quedara quieto, que yo estaría abajo pero que después él me dejaría a mí estar sobre él. No quise quedarme y traté de escapar, pero con su fuerza me sometió y me aplastó la cabeza contra el suelo mientras decía que igual lo haría. La voz no me salía, solo lloraba, me dolía el cuerpo, pero más me dolía el alma. Él era amigo y yo era un niño.
Como si la memoria se empeñara en destruirme el corazón, recordé los golpes de los compañeros que me quitaban el dinero de la merienda, los insultos por caminar raro, hablar bajito, estar encorvado, por estudiar, por ser inteligente, tener ojos grandes, no jugar fútbol, ir a la iglesia, no trabajar. Mi sobrenombre dejó de ser "bebé" para ser reemplazado con adjetivos despectivos.
Esa niñez me obligó a ser retraído, a esconderme, a huir, a no estar cerca de los hombres porque ellos me hacían daño, porque ellos no eran mis amigos. Siempre he sentido que ese cambio no lo notó nadie, ni siquiera mi familia, para ese entonces solo me regañaban por ser bobo. Jamás alguien se sentó con el niño y preferí encerrarme en mí mismo, no salir, no pensar, llenar mis vacíos y soledades con series, animados, novelas y películas de fantasía.
Cuando la niñez es así, el alma tiene la opción de odiar o perdonar. Luego de tanto sufrir, me perdoné por ser débil, por no buscar ayuda, por no correr más rápido, por confiar en las personas equivocadas, por dejarme lastimar. Tomé la perilla de la puerta en mis manos y dejé allí mis años de niño abusado junto a los regalos, los dulces, las sonrisas, los juegos, los cumpleaños, los abrazos, la ternura, el amor, la inocencia, los sueños y las sacrifiqué por olvidar lo demás.
Ya de grande me propuse cambiar la vida de la niñez wayúu. Quería enseñarles a ser fuertes, a confiar en sus padres y en sí mismos, a defenderse y sobre todo a perdonarse ellos, porque la culpa no es del niño. Me propuse llenar sus días de alegrías y que crecieran seguros, sabiendo que siempre podían confiar en su maestro, papá, tío, amigo o vecino.
La noticia de la violación de un niño wayúu que ha aparecido recientemente en los medios ha traído todos los recuerdos a mi mente. Soy un wayúu defensor del sistema de compensación como medida para reparar a la víctima a la vez que llamar a la reflexión a la familia e individuo agresor con el fin de asegurar la no repetición, sin embargo, en este momento tengo profundas contradicciones.
Aunque considero que se pueden solucionar desde el Sukua'ipa Wayúu (Sistema Normativo Wayúu), desde ofensas verbales hasta homicidios, lamentablemente en la actualidad no contamos con las garantías necesarias en casos puntuales como el abuso sexual o la violación. Debo decirlo, nuestro sistema se queda corto.
Por ejemplo, hace unos años mataron a una prima, mis tíos no quisieron hacer la denuncia ante la ley ordinaria porque el victimario es un "achon", es decir, un pariente por línea paterna. Así que por la consideración entre los clanes se pensó, incluso, en asumir el caso como un accidente. Cuando se sentaron para llevar a cabo el acuerdo, los agresores consideraron la compensación exagerada y amenazaron con que se debía simplemente tomar lo que ellos ofrecían, que no era ni la tercera parte de lo que la familia de la víctima pedía, o sencillamente no había acuerdo. Esa muerte quedó impune.
En cuanto a la Sukua'ipa Wayúu, es decir, la ley wayúu, lamento mucho tener que decirlo pero nuestro sistema normativo en este caso no puede hacer nada. Lo digo como quien en carne propia sufrió de violación sexual. Mientras estos casos sigan siendo un tema de pago y olvido, los niños seguirán callando.
Desde mi posición como docente les puedo decir que se siente mucha impotencia cada vez que un niño llega con signos de abuso y violencia pero no se puede denunciar porque los wayúu nos dicen: “Kasalajanasü, erüikaichein wayumüin nüküjaka wachukua sümüin alijuna”. Esto significa: “Tiene consecuencias: se atrevió a denunciarnos con los alijunas". Entonces, nos mandan la palabra y nos toca pagar el cobro por denunciar.
Los casos de abuso sexual ocurren en cualquier contexto, pero si quienes dicen representar la ley wayúu se van contra quienes queremos parar con esto, los docentes seguirán siendo coartados en su deber de defender la integridad de sus alumnos. Además, no es justo tratar de callar a la madre que quiera denunciar que a su hijo lo violó un hombre de veinte años mientras el niño iba a buscar agua al jagüey.
Dejo eso para la reflexión y quedo atento para leer sus pensamientos y opiniones. Compartan con los hashtag: #NoRomantizarLaPalabra, #LosAbusosSeDenuncian y #ApoyoLaDenunciaDelAbuso.