No es mi intención alimentar la angustia con nuevas paranoias o teorías conspiratorias, quien lea esto lo puede tomar como ciencia ficción. Sin embargo, la cabeza no para: por estos días hay exceso de pensamientos y carencia de abrazos. El virus en cuestión, cuyo nombre no quiero escribir porque ya satura hasta el hastío pantallas, periódicos, autobuses, trenes y vallas publicitarias electrónicas alrededor del mundo, bien podría ser de diseño o la simple mutación de la evolución natural, lo cual es lo más probable. No importa, no hablaré de eso. Tampoco pretendo promulgar ningún tipo de desobediencia civil respecto con las responsabilidades individuales que la pandemia dicta: es importante y necesario estar en casa, y punto. Pero sí me permito imaginar de qué manera ―intencional o no― podrían estar sacando provecho algunos sectores de toda esta situación: los gobiernos, hoy fortalecidos; los mercados, hoy debilitados y muy victimizados, algo que les encanta; y los amos del mundo.
Porque por estos días, en tiempos del Big Data, nunca antes como ahora, desde la invención del internet y la creación de la World Wide Web, las élites más encumbradas habían tenido la oportunidad ―por tanto tiempo y a nivel global― de encontrarnos encerrados en nuestras casas, conectados con frenesí a nuestros dispositivos para que puedan acceder por medio de los URLs y los WiFi ―hoy sedentarios, disciplinados, controlados― a cada uno de nuestros datos de la manera más rápida, fiable y precisa: dónde y con quién vivimos, la conformación de nuestros hogares, nuestros hábitos alimenticios, nuestros nodos de consumo, nuestro pensamiento político, nuestras preferencias sexuales, nuestras lecturas favoritas, nuestra raza, nacionalidad, y seguramente algunos de nuestros secretos y de nuestros pecados.
Durante varias semanas alrededor del mundo miles de cazadores de datos no entrarán en cuarentena o ―por supuesto― trabajarán desde sus casas conectados a robots laboriosos, imparables, multiplicando algoritmos a cada segundo. Les interesan, sobre todo, los datos de los consumidores potenciales, la población joven y la que pronto lo será, porque para su doble fortuna los octagenarios están de salida gracias a que ―coincidencia o no― el virus está acabando con ellos. Y para completar: tienen total anuencia de los estados que lanzan sus fuerzas militares y policiales a las calles para garantizar que nadie se escape de este censo forzoso. Así que el inventario será extenso, nos hablarán hoy de la angustia de los mercados y de la crisis global pero su inversión es a mediano plazo: no será tiempo ni dinero perdido. El virus es, pues, un eficiente censor del Big Data.
El planeta se ha encargado de hacernos ver que se puede recuperar muy rápido de todos nuestros desastres. Bastan un par de semanas sin actividad humana para que los bosques empiecen a reverdecer, las aguas a aclararse, la vida oceánica a renacer y el aire a volverse más respirable. El virus nos muestra que el problema, en gran medida, somos nosotros; pero no tanto para el planeta como para nosotros mismos. El planeta ―que nos sobrevivirá a toda costa― nos viene a enseñar con sabia ironía que si no fuimos capaces de tomar consciencia a las buenas, tendremos que hacerlo a las malas. Y en medio de la amenaza estamos todos asustados, de repente humildes, por fin sintiéndonos después de muchas décadas vulnerables, ya no el mayor depredador que existió alguna vez sobre este planeta sino también una presa posible, vulnerable a un virus de insospechada pequeñez. Mientras muchas especies animales y vegetales sonríen y respiran durante los últimos días, nosotros lloramos nuestras lágrimas de cocodrilo; nosotros, individuos malcriados de las clases medias de los conglomerados urbanos, consumidores compulsivos y grandes productores de basura; ellos, los inconscientes amos del mundo ―terratenientes agroindustriales, banqueros, multinacionales, mineras, adefesios “sin ánimo de lucro” como la FIFA, farmacéuticas― que derrocharon a granel, se lo feriaron todo y ahora suplican de rodillas el salvataje a aquellos estados que hasta hace menos de un mes depreciaban; y lloran también los demás, el resto, los que siempre lloraron porque no tienen el suficiente poder adquisitivo para pertenecer y ser tenidos en cuenta por el Big Data ―esclavos de maquilas, sirvientes de casas de clases medias y altas, recicladores de basura, trabajadores del día a día, vendedores ambulantes, almas errantes― pero eso sí, no dejarán de ser censados: para ellos no hay oferta, pero sí demanda de su fuerza de trabajo.
Sospecho que el planeta lanza esta advertencia que nos pone cabizbajos y dóciles pero aún no estamos preparados del todo para aprender la lección. No creo que sea arriesgado afirmar que cuando todo esto pase y nuestra vida retorne a la normalidad, poco a poco comenzaremos a incumplir las promesas de toda índole que muchos habremos hecho durante la crisis: volvernos vegetarianos, consumir menos, producir la menor cantidad posible de desechos plásticos, volvernos más solidarios, ser conscientes por fin, hacerles caso a nuestros hermanos mayores, a esa gran cantidad de pueblos indígenas alrededor del mundo que nos vienen advirtiendo la debacle que hoy nos muestra el virus desde hace siglos. Entonces no tendremos tiempo para darnos cuenta de nuestras promesas fallidas porque una avalancha de ofertas personalizadas invadirá nuestros correos electrónicos, nuestras cuentas de Facebook, de Instagram, de Spotify: bienvenidos de nuevo, ya sabemos mucho mejor dónde estás, quién eres, cuánta plata y posibilidad de crédito tienes, así que, a propósito, ¿qué tal esta promoción de este producto que tanto te gusta, con el que tanto soñaste, que pensaste que ya nunca tendrías a causa de la pandemia pero ahora te traemos con facilidades de pago?
Las nuevas generaciones tendrán la responsabilidad de encontrar lugares de resistencia y refugio para escapar a estos nuevos ojos que todo verán, bien sea del mercado o de los nuevos estados policivos o de lo que quiera que venga, de aquello con lo cual se especula que podría convertirse el sistema después de esta crisis, ¿el fin del capitalismo? ¿Cambio de paradigmas? ¿Un nuevo orden mundial? Sea lo que sea, ahora será necesario recuperar la confianza en nosotros mismos, volver a abrazarnos y a confesar que somos capaces de amarnos más allá de una pantalla, de una interfaz, porque en ese nuevo mundo que se nos podría imponer, de drones que entregan a domicilio comida preparada por robots, de policías esperando en cada esquina con la información precisa de quién vive en dónde para decirnos si podemos transitar o no por nuestras calles, aquel mundo del prohibido tocar, del prohibido amar, donde solamente los actores porno tendrían relaciones sexuales de carne y hueso en portales personalizados para gente sola que trabaja en casa, en ese mundo sin afectos y sin ternura, de poco aire y de muchos ejércitos, un abrazo podría llegar a ser un hecho subversivo, revolucionario.
Y habrá que pelearse, con mucho amor, ese derecho.