Sentado sobre el pretil del lado de afuera de la tienda, lo observo mientras se empina una botella de refresco, luego de dos sorbos desesperados y de un gesto de satisfacción, se seca la cara con una toalla roja y me dice: "Esta es la hora critica amigo".
Yo reviso mi reloj y compruebo que son las 11 de la mañana y que afuera de la carpa que recubre la entrada de la tienda hay un sol inflamable, del pavimento brota un vapor ardiente que quema la piel. Macario es un hombre de 57 años, oriundo de Sonsón (Antioquia), vive en Valledupar desde 1982. Dice que llegó en un camión de trasteos proveniente de Bogotá, donde alternaba su vida de vendedor ocasional de cacharros, con su adicción al alcohol, quedándose desde entonces en la ciudad de la eterna parranda.
Aunque conserva su acento montañero, en ciertos descuidos quizás, suelta frases como: primo y compadre, entre otras, términos propios de la jerga de los habitantes del Valle del Cacique Upar; al sentirse descubierto en su mixtura lingüística, sonreí, y suelta la frase: "¡Eh ave maría pues! Son 35 años viviendo en esta ciudad imposible no untarme de su hermosura".
Ahora empuja su carreta llena de mercancías como tanques, poncheras, ollas a presión, repisas, muebles, vajilla y otros utensilios de cocina. Es la misma calle, el mismo piso donde hace 30 años dormía y se exponía a los peligros de la noche. Él me mira como adivinando mi pensamiento y me saca de la duda: "En esos tiempos no había nada que robarme, yo no tenía un mísero centavo, todo lo que ganaba era para consumir alcohol. Con decirte que tenía dos o tres pantalones, cual de tantos estuviera más roto. No tenía ni cédula, por tanto, no utilizaba billetera, entonces no había nada que robar. Yo no sentía miedo, pues mis borracheras me aislaban de la realidad y me sumían en un sueño tan pesado que cualquier pavimento o terraza era un lugar propicio para dormir. No sentía frío, ni calor, ni lluvia. Hoy recapacito y creo que si me hubieran matado, en cualquiera de esas borracheras, de seguro no me habría percatado del hecho o quizás ello era lo que buscaba exponiéndome en esos sitios de mala muerte que frecuentaba".
Lo veo entrar a una casa donde deja al crédito unos muebles, conversa con la clienta en los mejores términos, ella lo trata de don y el de gran dama. Parece que la persona que estuviera al frente mío no fuese el mismo mendigo que me contó su historia de borracho y pordiosero, sino fuese porque sus amigos y parientes por separado me corroboraron la misma historia, lejos estaría de pensar que ese hombre útil a la sociedad, hace 30 años fuese quien dice que fue.
Macario luego de vender una licuadora me mira sonriendo, dejando ver sus dientes completos, se los toca con el dedo índice y me dice, después que dejé de beber me salieron los dientes, ríe a carcajadas, yo no le entiendo, pero él me explica: "A los 17 años ya había perdido la mayoría de mis dientes y muelas y mira ahora los tengo todos completos; yo mientras bebía no sonreía por vergüenza, a los tres años de lograr la sobriedad, me mande hacer una caja de dientes y desde entonces río a la vida".
Verlo salir de las casas alegre, conversando con respeto con las amas de casa que lo tratan con confianza, me retrotrae a la historia de su vida, pues quizás esas mismas que hoy lo invitan a entrar, las que le brindan una mecedora y un vaso de agua, mientras negocian sus mercancías, son las mismas que lo levantaban de la terraza con la punta del pie; en el peor de los casos lo puyaban con el palo de la escoba o le echaban un baldado de agua y él se levantaba del suelo aun con la rasca del día anterior, desconociendo el día la semana que acusaba el calendario o la hora, sin compromisos y sin nadie con quien quedar bien, se disponía a conseguir dinero para anestesiar su vida con otra borrachera, para olvidarse de la realidad que lo agobiaba.
Ahora estamos en su casa, en el barrio Sicarare de Valledupar, sus tres hijos al verlo llegar lo besan en la frente y el los saluda: "Dios lo bendiga mi vida".
Es este Macario el mismo hombre que se levantó en un hogar de 15 hermanos, donde su padre le dio su primer trago a los 9 años, el mismo que la palabra más cariñosa que escuchó fue "tome para que sea hombre"; al verlo entregarle los zapatos nuevos a su hijo menor y el balón de futbol al mayor, pienso en su infancia, y recuerdo el pasaje del único regalo de su vida, cuando su padre luego de verlo regresar con los labios partidos del colegio, sin preguntar por lo sucedido, lo llamo y le entrego una navaja y sin preguntar por lo ocurrido, le dijo: "Tome para que se defienda, esta no es para amenazar, sino para dar".
Este Macario lleno de amor hacia su familia jamás utilizó aquel puñal que aún conserva, como un símbolo de una infancia triste y como prueba de una vida que no debe repetirse; Isaura su mujer nos trae jugo de corozo, me saluda y sonríe mientras le da un beso en la boca a su marido; Macario intuye mi deseo de saber más, y me dice: "La conocí desde el colegio, pero solo me prestó atención desde que supo que había dejado de beber y sin que mediara un noviazgo previo, nos casamos y nacieron nuestros tres hijos".
En la noche me encuentro nuevamente con él, en el hotel Damar de la ciudad de Valledupar, donde funciona un grupo de autoayuda para borrachos que deseen dejar de beber. Luego de escuchar muchas personas que con valor se levantan y desde un atril narran su triste historias de borrachos y la alegría de su nueva vida sin beber, se levanta Macario y desde el atril dice: "Mi nombre es Macario y yo soy alcohólico, solo por la gracia de Dios y a Alcohólicos Anónimos, desde hace 30 años no bebo…"