Llegaste a otra final, Fernando. Y sé que en la persona que más piensas cuando estás en estas etapas tan definitivas de tu vida es en doña Adiela. Esa paisa temperamental que tuvo siete hijos, uno tras otro, sin saber que le iba a tocar educarlos sola porque Alberto, tu papá, la dejó cuando tenías apenas ocho años de edad. Tú mamá se volvió más fuerte. Le tocaba. De modo que empezó sin la más mínima pena a lavar ropa ajena y como eras el mayor te mandaba a dejarla donde los vecinos pudientes del barrio Fátima, allá por la década del cincuenta en Manizales. A pesar de que ella trabajaba de cinco de la mañana a siete de la noche, no le alcanzaba ni para el arriendo, así que tus dos tíos que vivían en Medellín le mandaban los 30 pesos de la renta. Eran pobres pero felices. Andabas con los zapatos rotos por patear todo cuanto se te atravesaba en la calle. De hecho un día que ibas con ella, pateaste una caja a la que otros niños le habían puesto una piedra debajo, y del sacudón soltaste el primer madrazo de los millones que has echado en tu vida, entonces tu mamá sacó la mano y te la puso en la boca por grosero, diciéndote que eso te pasaba por querer meter goles en canchas imaginarias. Con los ojos encharcados y como en una epifanía solo atinaste a decir:
—Mamá, yo voy a ser futbolista y mecánico.
Empezaste por lo segundo. Para llevar dinero a tu casa a los 16 años hiciste un curso en el SENA de mecánica automotriz y como fuiste el mejor te contrataron en la Central Hidroeléctrica de Caldas (CHEC). Al tiempo practicabas cuando podías en el Botacin, un equipo de fútbol amateur donde eras el capitán. Sin embargo, todas las noches hacías entreno de calle porque al salir de trabajar te ibas trotando los 18 kilómetros que separaban a la empresa de tu casa. Pero tu primer lesión no fue en las canchas sino en la CHEC, cuando pensando en el partido del fin de semana dejaste el dedo meñique de tu mano derecha en la mira del taladro eléctrico que te lo cercenó en un segundo. En el hospital el médico te dijo que también tenía que amputarte el anular y ahí demostraste tu valentía: “Oigan a éste”, le dijiste y saliste volado en bata y botas. De camino a tu casa no te preocupaba el dolor sino el regaño que te esperaba de doña Adiela por aparecerle sin un dedo, sabías que ella le iba a meter la culpa a tus fantasías con el fútbol que opacaban tu concentración en el laburo.
De fútbol no le hablabas. Incluso, doña Adiela tan solo se enteró que todo iba en serio: ¡El día que debutaste en el Once Caldas!. Ya tenías 20 años y el equipo de Manizales le pagó al Botacin por tu pase $40 de la época, muy poco, teniendo en cuenta que un pasaje en bus ya estaba por los cinco pesos. En ese primer partido ninguno de los profesionales te dejó sentar en la banca del camerino, pensaban que era una broma que un chico tan joven estuviera en la plantilla mayor. El técnico argentino Rogelio Muñiz entró y te puso a jugar. Callaste a tus nuevos compañeros jugando de volante y haciendo los dos goles con los que ganaron. Aquella noche el regaño en tu casa fue memorable, tu mamá salió correa en mano a preguntarte dónde andabas y por qué te habías demorado tanto. Incrédula, ella sonrío cuando le contaste que venías de jugar del Palo Grande con el equipo de la ciudad y que además habías hecho un doblete. Para que no se enojara más le dijiste que ibas a seguir trabajando en la CHEC, que no se preocupara. Así lo hiciste un par de meses más, porque pasaste de ganarte 600 pesos en la hidroeléctrica a recibir $1.500 mensuales en el Once, aunque te daba ira que extranjeros perezosos se ganaran $12.000. Allí jugaste cinco años, pasaste al Quindío con promesas que no se cumplieron, dejándote sin un centavo en los bolsillos.
Pero cómo no acordarte de tu mamá si fue ella quien te prestó los tres mil pesos con los que llegaste a Cali, específicamente a las oficinas de las Vásquez Cobo, contratado por quien sería tu papá durante varios años: don Alex Gorayeb. Para tu sorpresa, ese día también te presentaron al mentor de tu doctorado en calle, el célebre Carlos Salvador Bilardo. Eran otras épocas donde brillaban los nombres de técnicos como Zubeldía, Lujan Manera y en la cancha tenías que enfrentar a La Bruja Verón, Pachamé, Ribaudo y Togneri entre tantos. Entonces con Bilardo supiste lo que era una concentración, lo que siginificaba cañar al rival, sacarlo de casillas y ganarle la jugada por desconcentración. “Un alfiler no lo encuentra en el pasto ni mandrake”, te decía. Pero tú fuiste más adelantado en eso de la esquina, del barrio, del truco: acuérdate del día que le echaste Vick Vaporub en los ojos al argentino Ernesto Mastrángelo y mientras salía de la cancha puteándote gritaba “¿Qué me echaste colorado, qué me echaste?”. O el día del esperado debut de Juanito Moreno donde tú no lo aplacaste con patadas, sino que le pegaste un chicle en su hermosa melena. Moreno no hizo nada más que tratar de quitarse el chicle, de suerte que desilusionó hasta su propio equipo. Ahora recuerda la voz del Chato Velázquez, árbitro que te rogaba para que no le dijeras más cosas en el campo porque lo estabas enloqueciendo. Tu mamá lloró de la risa el día que le contaron que le sacaste tarjeta amarilla al propio árbitro; Claro, fue al mismísimo Chato que se le cayeron las tarjetas y tú sin sonrojarte la levantaste y lo penalizaste. Puto, te echó. Pero años después reían.
Aunque de la travesura que nunca te arrepientes es de la mechoneada que le pegaste a Claudio Husaín. Era plena semifinal de la Copa Libertadores, ibas ganando con el América como técnico, pero River estaba tomando aire y fuerza. Así que, en un saque de banda, no dejaste que el centrocampista tomara el balón, él te puteó, tú le halaste el pelo y éste te devolvió un jab de derecha que casi te tumba. Los expulsaron a los dos, pero perdió más el River porque mi rojo del alma le empacó otros tres goles. Ah, no te he contado, soy más hincha del América de Cali que los Rodríguez Orejuela. De hecho, Miguel era hincha del Deportivo Cali y como no lo dejaron ser socio, compró al rojo y puso en sequía por varios años a los azucareros. Pero ese no es el tema, de hecho esta vez no le hago barra a un equipo sino a vos, Pecoso.
Tu mamá le tomó mucho más cariño a don Alex Gorayeb el día que te dio una lección de vida. No te llegó el cheque de un buen pago que te debía el Deportivo Cali. Ofuscado te fuiste a buscar a ese presidente inolvidable con ganas de enfrentarlo; con candidez él te miró, te preguntó uno a uno con nombre propio por tus hermanos y tu mamá, entonces soltó esta perla: “Fernando, no te voy a pagar. Vos no tenés casa. Yo eso lo sé. Así que aquí me traés un contrato de compraventa firmado y yo le pago a la persona a la que le va a comprar esa casa, tu propia casa”. De esos papás uno ya no encuentra, Pecoso. Le aprendiste tanto que como técnico te has hecho echar de los equipos por el pago de tus jugadores. Como tenías sentado a Carlos Mario Hoyos, don Alex te hizo una propuesta: que te fueras a jugar al Santa Fe con un sueldo tres veces más alto. No te fuiste por la plata, te fuiste por la petición de ese viejo que querías tanto. Un día llamaste a tu mamá para que estuviera pendiente de la televisión el domingo por la noche, pero no porque fueras a jugar con el Santa Fe, sino porque saldrías en Don Chinche. Tampoco era tu debut como actor porque eso ya lo llevabas dentro; como no recordar aquel día, muchos años después, siendo técnico del Deportivo Cali que caíste fulminado en el campo con las manos en el corazón, los jugadores salieron corriendo, gritaban, lloraban, tu no respondías. De pronto con esa sonrisa imberbe, te levantaste y les dijiste: “Eso es lo que me van a causar ustedes con esas jugadas, me van a matar de un infarto”.
Tu mamá también supo que lo de ser técnico iba en serio cuando le telefoneaste para decirle que ya habías jugado 15 años seguidos, en cinco equipos diferentes y que habías corrido como nadie en más de 500 partidos, que estabas cansado y que querías dirigir. Pero con el respeto que siempre le tuviste, antes de que te preguntara cómo lo ibas a hacer y que mientras tanto de qué ibas a vivir, le contaste que don Alex Gorayeb te había llamado para que fueras el asistente del yugoslavo Vladimir Popoviḉ en el Deportivo Cali. En 1985 y 1986 llegaron a la final. Perdieron contra mi rojo del alma en las dos ocasiones y lloraste como un niño desde el banco. Por el contrario, cuando uno de los directivos te mandó a dirigir el equipo B, no lloraste de la piedra sino que le dijiste que mejor te ibas a estudiar para regresar como técnico titular del verde. Él se te rio en la cara. ¿Dónde estará hoy para recordarle su humillación?
Te fuiste a buscar a Bilardo que acababa de quedar campeón del mundo con Argentina. Durante dos meses, cuaderno en mano, recorriste las sedes de Ferrocarril, Independiente y River. A pesar de estar invitado a la cancha de Boca, no fuiste por la rivalidad entre tu mentor y Menotti; pura lealtad, porque de eso sí sabés, ser leal. Disciplinado, una década más tarde también anduviste aprendiendo en Europa, estudiando a los grandes como el Real Madrid y Barcelona. Incluso, quedaste tan impresionado con ese continente que le regalaste un tour a tu vieja, pero ella, como doña Concha, mi mamá, solo atinó a decir que había sido un viaje aburridor y que esos países eran muy viejos. Tú reías porque en el fondo sabías que ella estaba feliz y agradecida como siempre.
Cuentan que en el año 1995, doña Adiela solo te creyó que el Deportivo Cali te había contratado cuando vio tu foto en el periódico. “La fotico, la fotico”, decía ella cuando necesitaba comprobar algo. En esa temporada yo vivía en la capital del Valle y entrenaba en las divisiones inferiores del Boca Junior de Cali, quería ser jugador. Un día me devoré un pasquín de la Universidad del Valle que me entregaron en el estadio Pascual Guerrero, donde un periodista en una gran crónica te contó 83 madrazos, casi que uno por minuto, en un partido Cali Vs. Nacional. Ganaste, querías ser campeón. Como tenías una nómina de lujo, pero también de traviesos, aplicaste la de Bilardo: buscar por toda la capital de la salsa a los jugadores que se habían volado a rumbear. A Bilardo le entregaron un Simca cero kilómetros y lo devolvió con 250 mil de tanto andar. A ti no te dieron tanta lora porque les inculcaste entrenos a doble jornada para que los moteles no se llenaran por la tarde, los concentrabas desde el viernes y hasta le cuidabas la comida al Guigo Mafla, que lo pillaste saliendo a escondidas a comprar una hamburguesa y lo castigaste sentándolo todo un primer tiempo.
Luego de 22 años de sequía del Deportivo Cali, le diste esa estrella en 1996. Recuerdo esa foto inconmensurable del Pascual Guerrero pintado de verde y los jugadores en calzoncillos porque los hinchas se les llevaron hasta las vendas para el recuerdo. A ti no te pelaron, porque como raro, dirigiste el partido desde la tribuna, estabas expulsado. Llorabas por ratos en esa caravana que hizo el recorrido del estadio hasta la sede de la Vásquez Cobo, un tramo de 15 minutos que duró seis horas por la cantidad de pueblo que salía a aplaudirlos. A las 11 de la noche todo el mundo te buscaba en la fiesta para darte besos, pero te habías ido a casa con el vídeo del partido a verlo solo, mientras llorabas hablando por teléfono con tu mamá. Tanto era tu amor que una vez en vivo, le dijiste a Rentería Jiménez en Caracol Radio, que te hiciera un inmenso favor: “Vea, usted tiene esa sección de 'Lo que usted no vio' en Chiva Deportes y cada que me pasan estoy exaltado y diciendo groserías. Vea, se lo suplico, no me pase así de alterado que a la que le va a dar un infarto es a mi mamá, que cada que se acaba el programa llama preocupada a preguntar por mi salud. Mi mamá ya está muy vieja para andar viéndome en estas, Óscar”, le dijiste tajante. Así que nos comenzamos a perder verte puteando con amor a tus jugadores, porque todos tus madrazos eran para bien. Acabado el partido eras su papá.
Hace un par de años murió doña Adiela. Paradójicamente el día que se fue físicamente, estabas dirigiendo un partido. Yo hubiera dejado tirado todo, pero tú jamás. De manera profesional estuviste los 90 minutos en el banco, eso sí, fue la única vez que te vieron sentado. Cuando llegaste al camerino, te derrumbaste en un llanto incontrolable porque se te había ido media vida. La otra media la vives por el fútbol, tu esposa y tus hijos. Hace poco vi cómo saludas a tus dos varones: se paran frente a ti, le echas la bendición y los besas como si aún fueran bebés. Con tu hija haces lo mismo. Tal vez con ese mismo amor es hora de motivar a tus nuevos hijos putativos; los jugadores del Cali. Ya ganaste todo en Colombia, pero la mayoría de ellos no. Antes de salir a la cancha échales un madrazo si es necesario. Recuérdales por todo lo que pasaste en estos 66 años de vida. Cuéntales esta historia y pídeles – me disculparas la palabra- el hijueputa favor que entreguen hasta el último respiro en la cancha, porque de nuevo es hora de darle otra alegría a tu mamá, así esté en el cielo. ¡Grande, Pecoso! ¡Grande, Adiela!
Twitter autor: @PachoEscobar