A Inés Esparragoza le duele cerrar los ojos. “No es fácil porque lo primero que veo al cerrarlos es a mi hijo así”, se desahoga. Le gustaría recordarlo de otra forma, y lo consigue casi siempre, pero hay dos escenas agarradas con fuerza a su retina. La primera es la de su hijo en la unidad de cuidados intensivos del hospital. “Cuando abrí la puerta… Trágame tierra, pensé. Estaba allí, desnudo. Me dijo: Bendiciones, mami. Puso la boca para que lo besara pero yo no encontraba por dónde. Estaba todo golpeado, con un ojo morado, la cara hinchada y el cuerpo lleno de quemaduras”, describe la mujer entre largos silencios durante los que aguanta el llanto pero no las lágrimas. La segunda imagen que muerde sus ojos cerrados la vio por televisión, justo después del funeral, después de “aquellos 15 días de pura agonía”, los peores que ha pasado en sus 44 años de vida. “Muere Orlando Figuera”, rotulaba el noticiario del 4 de junio de 2017 mientras mostraba un cuerpo envuelto en llamas que corría sin rumbo ni esperanza, buscando ayuda a tientas entre la multitud que le había prendido fuego. “Fue la única vez que vi esas imágenes. Me avisó mi nieta. Mira, el tío Orlando está en la televisión, me dijo”. Otra vez silencio y lágrimas.
Seguramente el nombre de Orlando Figuera no signifique nada fuera de Venezuela. Seguramente ocurra lo propio con el de Víctor Salazar. Sin embargo, la imagen del segundo, también cubierto de fuego durante una protesta antichavista, fue la portada con la que los medios de comunicación internacionales cerraron filas (aún más) en su condena a la represión del Gobierno de Nicolás Maduro contra la movilización opositora de 2017. La fotografía de Salazar, captada por el fotógrafo venezolano residente en México Ronaldo Schemidt, fue distribuida en todo el mundo por la agencia AFP. Le valió el prestigioso galardón World Press Photo en 2018 y ha sido un potente símbolo de la inestabilidad política y social que atraviesa el país, aunque el joven estudiante Salazar no fue víctima de la violencia gubernamental. Acabó con quemaduras en el 70% de su cuerpo después de que ardiera la moto de un guardia nacional venezolano que los manifestantes habían afanado durante su protesta y zarandeaban —Salazar incluido— como si fuera un trofeo.
A Figuera, en cambio, sólo se le recuerda en Venezuela. Su atroz historia apenas cruzó el Atlántico. Tenía 22 años cuando falleció en el Hospital Domingo Luciani, en El Llanito, Caracas. En el mismo hospital por el que pocas semanas después pasaría Salazar antes de ser trasladado a la clínica privada que le salvó la vida. Figuera no pudo salir de allí, “no somos pobres pero sí gente de bajos recursos”, lamenta su madre en la puerta de su casa, un pequeño bajo de uno de los bloques de viviendas en medio de ninguna parte, cerca de la ciudad de Cúa, en Los Valles del Tui, estado de Miranda. Esparragoza no entiende por qué el calvario de su hijo no dio la vuelta al mundo cuando Venezuela era el centro del foco mediático. Quizás sea —piensa la mujer— porque a Figuera lo mató la misma oposición que llama asesino a Maduro.
Los tiempos de las 'guarimbas' antichavistas
Todo ocurrió el 20 de mayo de 2017 en la Plaza de Altamira —en el municipio de Chacao, al este de Caracas—, punto neurálgico de las protestas opositoras más violentas que se recuerdan. Abarcaron desde abril hasta principios de agosto, más de 130 días de guarimbas, de jóvenes encapuchados, de barricadas en las calles y de cócteles molotov. Auténtica guerrilla urbana cada vez más organizada contra una crisis económica que había dado al traste con el más mínimo nivel de bienestar social. También fue el momento en el que chavismo perdió su mayoría en el Parlamento, cuando fabricó uno nuevo convocando unas cuestionadas elecciones constituyentes a las que la oposición ni siquiera quiso presentarse.
La hegemonía bolivariana estaba más en entredicho que nunca, y los sectores más radicales de la oposición decidieron tensar en las calles en vez de en las urnas una cuerda que todavía hoy —más de dos años y más de cien muertos después— no ha sido capaz de romper. La represión fue brutal. Parecía que los venezolanos sacaban la peor versión de sí mismos a medida que la polarización social, alimentada desde uno y otro bando, llegaba a un punto de no retorno.
Aquel día, como todos, Figuera había salido de su casa de madrugada para ganarse la vida ayudando a encontrar aparcamiento y cargando bolsas de la compra de los clientes de un mercado de Las Mercedes, en Caracas. Se le hizo tarde y avisó a su madre de que no volvería a casa. Eran casi dos horas de viaje en tren desde la capital y prefirió pasar la noche en casa de un tío suyo, en el barrio de Petare. Pero nunca llegó hasta allí. Dice su madre que por el camino se cruzó con el odio antichavista. El joven vestía camiseta color vino tinto y llevaba una mochila, recuerda la mujer. A la altura de Altamira, Figuera se topó con la turba.
“Lo apuñalaron, lo lincharon, le echaron gasolina y le dieron candela. Lo quemaron vivo porque era negro y porque era chavista”, sentencia Esparragoza. Así se lo explicó su hijo con el hilo de voz que le quedaba cuando lo localizó en el hospital, al día siguiente de que la turba de encapuchados que pedía democracia se cebara con él de esta forma. “¿Tú eres chavista sí o no?”, le preguntó uno de los manifestantes. “Mami, respondiera lo que respondiera me iban a matar. Dije que sí. Soy chavista, qué pasa”, dice el hijo por la boca de la madre. Antes de eso, el joven ya había recibido varias puñaladas en el abdomen y las piernas. “Primero alguien le acusó de ser un ladrón y varios le empezaron a pegar. Echó a correr cuando sintió la primera puñalada, en la nalga. Después lo metieron en un corro de gente y uno de los que estaban allí le preguntó si era chavista. Lo quemaron y él corrió pidiendo ayuda pero decía que sólo le insultaban, que le golpeaban con los escudos que llevaban y que se burlaban de él. Le decían que era un maldito negro”, rememora Esparragoza.
Pero Figuera nunca había militado en ningún partido político. “Era un muchacho que trabajaba en lo que podía, como yo he hecho toda mi vida para salir adelante”, deja claro su madre. “Estamos agradecidos al chavismo. Hizo mucho por la gente que menos tenía. Yo, por ejemplo, pude graduarme gracias a la misión educativa para adultos y gracias a eso pude encontrar trabajo ayudando a las personas de bajos recursos como yo a hacer sus solicitudes para vivienda y otros trámites”, defiende la mujer.
Otros supuestos crímenes de odio
El de Figuera fue el caso más sonado en Venezuela, pero no el único en el que el odio desbocado al otro bando acabó en linchamientos por parte de grupos opositores a personas que pasaban por el lugar equivocado en el peor clima de confrontación política y social de la historia reciente del país. La Fiscalía y el Gobierno recuerdan hasta cinco crímenes similares documentados, además de 23 agresiones de grupos de opositores en las que las víctimas resultaron heridas, algunas también quemadas, al ser tachadas de chavistas. El Ejecutivo siempre ha acusado a los dirigentes opositores de instigar a la violencia y ha legislado específicamente contra los crímenes de odio tras estos episodios, pero a Esparragoza todavía le falta justicia y no tiene mucha fe en conseguirla algún día.
“Hubo investigaciones pero creo que no fueron suficientes. No hay nadie condenado por lo que le hicieron a mi hijo”, se lamenta. Según la Fiscalía, el caso sigue bajo investigación. “Se logró identificar a uno de sus agresores, a quien se le dictó orden de aprehensión por los delitos de instigación pública, homicidio intencional calificado y terrorismo, pero se encuentra evadido en Colombia”, confirma a Público la oficina del Ministerio Fiscal.
No obstante, Esparragoza apunta más alto. “En la guarimba que atacó a mi hijo había varios dirigentes de la oposición, creo sinceramente que ellos son los responsables políticos de las muertes como la de Orlando, por eso no quise ir cuando me invitaron recientemente a un acto de homenaje a los muertos de las protestas”, argumenta mientras levanta un dedo por cada nombre de los políticos opositores que pasaron por Altamira aquel doloroso 20 de mayo: María Corina Machado, Julio Borges, Lilian Tintori, Miguel Pizarro.
Desde entonces, Esparragoza está en tratamiento psiquiátrico, su estado depresivo la ha alejado de la pareja con la que había compartido 15 años y ha intentado acabar con su vida en varias ocasiones, confiesa. Sabe que ya se han cruzado demasiadas líneas rojas por parte de todos los actores y pide diálogo entre el chavismo y la oposición porque, a pesar de todo, quiere paz. “Creo que el país ha aprendido la lección después de tantas muertes. Creo que puede haber reconciliación entre las dos Venezuelas”, asegura. Aunque es difícil saber si sus palabras son realidad o sólo deseo, por eso tiene claro que no va a volver a pasar por Altamira. “Tengo mucha rabia dentro y, a veces, se me meten ideas malas en la cabeza y me entran ganas de tomarme la justicia por mi mano”, advierte. Prefiere quedarse en su piso, ese que le dio el Gobierno después de enterrar a su hijo. “Orlando siempre decía que iba a sacarme del ranchito en el campo en el que vivíamos, porque allí no teníamos agua corriente y el suelo era pura tierra”, recuerda. No pensó que tuviera que dar su vida para cumplir su promesa, lamenta.
*Artículo originalmente publicado en Público.es.