Mi experiencia como profesora de un colegio privado

Mi experiencia como profesora de un colegio privado

Por: Diana Marcela Toro P.
mayo 19, 2014
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Mi experiencia como profesora de un colegio privado

Algo me dice que después de leer todo este artículo probablemente usted, lector, pensará que fui una ingenua, o que todo lo que le voy a contar no es tan grave y ocurre no solamente en los colegios privados sino también en los públicos. No obstante siento la necesidad de contar lo que vi y oí.

Quizás me dejé llevar por la primera impresión en la entrevista. Dos señoras, de cuarenta y tantos años me recibieron en una oficina. Fueron extremadamente amables conmigo. Yo, la verdad aparentaba una experiencia que solo da la edad y por lo tanto no tengo, y sin embargo confiaron en mí y me dieron el empleo sin siquiera tener el cartón. La verdad me dije: “No, pues si el colegio es como estas señoras entré al cielo”. Tal vez no hice el debido proceso mental, cuando al final de la entrevista me dijeron que los niños y jóvenes del colegio era una población difícil. Lo único que alcanzo a recordar fue que pensé: ¡Bien, un reto más para mí!

Difíciles es un adjetivo que no recoge el verdadero significado de lo que es la población estudiantil de este colegio. Déficit de atención, hiperactividad, síndrome de Asperger, síndrome de Down y autismo son algunos de los problemas de los niños. Yo, con mi maravillosa ignorancia (estado de llenura según Platón) creí en un principio poder controlar, no, no controlar, encauzar toda esa energía y dificultades en ganas de aprender y conocer, eso sí, estando quietecitos. Por ejemplo, ponía puntos negativos en el tablero si se movían o hablaban mientras yo dictaba la lección, o pegaba los gritos que nunca he pegado en mi vida para hacerme oír. Parecía una de esas profesoras viejitas que mis papás, mis abuelos y mis bisabuelos odiaron tanto. Pronto me di cuenta de lo que sabía de pedagogía era poco, y que de nada servía tanta teoría en la realidad. Cambié de estrategia, y terminé enseñándoles parados, bailando, cantando, con ellos montados en los árboles, en la cancha de microfútbol y en el parque. Algunas cosas funcionaban y otras no, a veces sufrí desesperos y brotaron lágrimas ante la impotencia de no poder dar una mínima clase que les diera las herramientas suficientes para enfrentarse a un texto escrito. Creo que algo me entendieron de los temas, de las lecturas no sé, solo sé que para mí era indispensable ponerlos a leer lo que quisieran por lo menos una vez a la semana.

Me he desviado un poco, no es de mi dificultad de la que vine a hablar, aunque fue un elemento importantísimo cuando decidí irme. Lo que quería contarles es que no entiendo, cómo un colegio donde existen este tipo de inconvenientes no posee un psicólogo o mínimamente un educador especial, y los llamo inconvenientes y problemas no porque ellos tengan la culpa, o porque sean diferentes o “anormales”, todos lo somos o por lo menos deberíamos comenzar a querer ser diferentes unos de otros y no homogeneizar al estudiante, al niño, al adolescente. Los llamo así porque definitivamente necesitan un cuidado y una educación diferente a la que a mí, como filóloga hispanista, como amante de las letras, la literatura y de la enseñanza de estas me enseñaron en la universidad. A veces como educadores nos enseñan cosas que están tan lejos de la realidad, que resulta imposible pararse en tierra firme. Como he pensado desde siempre, para ser educador no solo se necesitan pelotas, también se necesita muchísima intuición.

Tampoco entiendo cómo una rectora que en un principio me mostró un rostro tan jovial de la vida y del colegio, de su colegio (es la dueña además), pudo convertirse de un momento a otro en una maltratadora, y uso esta fuerte palabra porque no puedo llamar de otra forma el hecho de gritarle en una de mis clases a los estudiantes de la forma en la que ella lo hizo (y lo sigue haciendo), erigiéndose como jueza, no, perdón, como dictadora, ya que los regañados nunca (en el tiempo que duraron los gritos) fueron “inocentes hasta que se demostrara lo contrario”, siempre fueron culpables (y eso que ellos intentaron hablar levantando la mano e interrumpiéndola). Tampoco entiendo cómo toda una dama se quita uno de sus zapatos para pegarle a una mesa durante el regaño, quizás para darle más dramatismo al régimen, perdón, al regaño; ni cómo se enfrenta a un adolescente de quince años que lo único que quiere es que lo dejen hablar para explicar lo que sucedió.

Se los juro que luego del regaño sigo sin entender cómo esta señora llama a una de las profesoras (a propósito madre de uno de los regañados), y también le grita delante de estudiantes, coordinadores y profesores. No sé la verdad si estaré muy loca por sentir la impotencia que sentí, lo único que sé es que yo salí con la boca abierta de esa clase que comenzó siendo de lenguaje, y termino siendo de abuso del poder.

Tampoco entendí comentarios de ella acerca de no volver a contratar mujeres ya que se embarazan. Ni hoy entiendo un correo que nos envió a los profesores enojadísima, diciéndonos que “si nos íbamos a incapacitar por lo menos avisáramos y mandáramos talleres”. Este “nos íbamos” me recuerda al neurocirujano de una amiga, que cuando descubrió por fin el tumor que ella tenía en la cabeza le dijo “Ah, qué pesar, lo dejaste avanzar mucho”.

Y me sigo preguntando ¿Será que armé una tormenta en un vaso de agua?

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