“Mi cabeza está vuelta mierda”, repetía Gabo, sintiendo que la memoria se le escapaba

“Mi cabeza está vuelta mierda”, repetía Gabo, sintiendo que la memoria se le escapaba

Este recuerdo forma parte del libro Gabo y Mercedes una despedida, el impactante relato del triste final del más grande de los escritores colombianos

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mayo 22, 2021
“Mi cabeza está vuelta mierda”, repetía Gabo, sintiendo que la memoria se le escapaba

Se murió un jueves santo, con los pájaros estrellándose en las paredes de su casa como ocurrió con Ursula Iguarán en la vieja casona de los Buendía en Macondo. Rodrigo, su hijo mayor, quien había volado desde su casa de Los Angeles para acompañar a su papá en los últimos momentos, no se sorprendió. Al creador de Cien años de soledad estos sucesos lo acompañaron desde que su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, lo llevó a conocer el hielo con el que los gringos, asentados en Aracataca, conservaban el pescado.

Gabo hacía rato había dejado de ser el genio lleno de curiosidad al que le interesaba todo, desde los versos de Góngora hasta las baladas pop de Elton John. La enfermedad del olvido empezó a aparecerle después de las quimioterapias a las que se sometió en 1999 cuando el cáncer linfático le apareció como un heraldo negro de lo que sería el principio del fin. Sus dos hermanos menores murieron sin acordarse quienes eran. La peste del olvido perseguía a los García Márquez con la misma tenacidad con la que los conservadores acabaron con todos los hijos de Aureliano Buendía.

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Cuenta su amigo Guillermo Angulo que el Alzheimer no asaltó a García Márquez en uno de esos olvidos cotidianos de ¿dónde carajos dejé mis llaves? Sino que, durante una feria del libro de Guadalajara, mientras hablaba sobre El otoño del patriarca, olvidó donde estaba, quienes estaban al frente, quién era él. Fue a Cuba a tratarse. La atención fue deficiente. Los médicos no creían que una persona tan inteligente podría tener Alzheimer. Lo descuidaron. La cabeza empezó a fallarle justo cuando había emprendido uno de sus proyectos más soñados: Vivir para contarla.

 Las primeras cien páginas de sus memorias son de una brillantez absoluta. Después se notan los problemas. Gabo podía escribir con los primeros síntomas de su desmemoria, lo que no podía era organizar sus ideas. Y por eso del proyecto sólo quedó ese único libro desigual, decepcionante si tenemos en cuenta de que era la autobiografía del Nuevo Cervantes.

En el 2007, durante la celebración en Cartagena de sus 80 años, a donde fueron el Rey de España, Bill Clinton, Carlos Fuentes y sus más entrañables amigos, ya lucía desorientado. Ya no era el mismo. Con gran valentía y coraje pudo decir sin mayores problemas su discurso. Fue su última aparición pública. Después se refugió con Mercedes en la casa de la Calle del Fuego. Allí sólo unos pocos buenos amigos siguieron llamando, preocupándose por el escritor. Pero la mayoría lo olvidó. Era un lastre que nadie quería cargar.

 

Gabo a veces se iba para el jardín de la casa y lloraba. Repetía una y otra vez “mi cabeza está vuelta mierda”. Era una tragedia para alguien que trabaja con la palabra, con la inteligencia, contaminarse con la enfermedad del olvido. En los primeros años de Alzheimer podía recordar los versos gongorianos que lo acompañaron siempre. La poesía y el vallenato fueron el consuelo que tuvo después de que, siendo un niño, perdiera la visión central del ojo izquierdo por ver de mala manera un eclipse. Lo último que pudo recordar  eran los vallenatos de Rafael Escalona. Si le daban el verso inicial podía recordar todas las canciones. Cantaba con su voz hermosa. Pocos saben que Gabo era un cantante extraordinario y que muchas veces se salvó de acostarse a dormir sin comer gracias a las parrandas que presidía cuando era joven.

El jueves santo en el que murió sus ayudantes pusieron los viejos vallenatos de Alejo Durán a todo volumen y abrieron todas las puertas y ventanas de su casa. Rodrigo recuerda la impresión que le dio ver a su papá muerto: parecía que algo lo hubiera devastado por dentro. En la funeraria, poca antes de que lo cremaran, sobre la blanca mortaja, Rodrigo le puso un ramillete de flores amarillas. Con ellas entró al horno.

El velorio fue una fiesta de tres días. Vinieron amigos de todas partes. Mercedes, pegada a su cigarrillo, se reunía en privado con los más cercanos. A los que habían desaparecido con la enfermedad de Gabo, no los dejó entrar a la casa. Ya lo decía su esposo “en esta casa Mercedes es la que administra los rencores”.

Rodrigo, fundido en su trabajo en Hollywood, donde es un director de éxito, una vez murió su mamá Mercedes, en agosto del año de la peste, decidió liberarse de todo y contar los últimos ocho años del Nobel. Lo escribió en Ingles. Gabo y Mercedes: una despedida es un clásico instantáneo, un libro que se adentra, como ningún otro, en el universo del más grande de los escritores colombianos.

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