“Mi caballo por un reino…”

“Mi caballo por un reino…”

Un retrato a propósito de la exigencia de Uribe a sus discípulos del Gobierno y la Registraduría
de hacer un reconteo general de los votos

Por:
marzo 22, 2022
“Mi caballo por un reino…”
Foto: Archivo particular

Combinando la deformidad moral de Ricardo III, el extravío vital de Otelo, y la crueldad de Lady Macbeth, el caballista mayor se ha lanzado a los gritos contra todos, pidiendo que no lo detengan en su carrera final contra la muerte, invirtiendo el clamor de Ricardo III: “Mi reino por un caballo”, para poder arremeter hacia el hades de sus políticas… Pero como aquel, ante la respuesta de quien se apresta a traerle el caballo para que huya, insiste: “¡Miserable! ¡Juego mi vida a un albur, y quiero correr el azar de morir! ¡Creo que hay seis Richmond (su enemigo) en el campo de batalla! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!” Solo que, en este caso, despojado por su delirio de persecución hasta de su símbolo más querido, solo parece gritar en su desespero: “Mi caballo por un reino…”. En el fondo, como Ricardo III al final de su destino, “¡lo que desea es que no lo protejan!”.

Después de más de veinte años de estar asumiendo, inspirando, constriñendo y usufructuando el gobierno, y más allá de sus dispositivos de poder relacionados con la manipulación, la mentira, el despojo y la acumulación de bienes por su parte y la de los más ricos entre los ricos, y ante las manifestaciones cada vez más claras de que “no hay mal que dure cien años ni pueblo que lo resista”, ¿por qué la porfía? ¿Por qué lo acerbo de sus posturas, contra toda evidencia de que la mayor parte de la sociedad no quiere más sus políticas? ¿Por qué se inventa el enemigo desde sus propios modos de ser y de ejercer el poder, y lo promueve como el peligro para todos, cuando el peligro es él mismo?

Lo primero que se hace evidente es su imposibilidad de dejar el poder, su impotencia de ser de otro modo, el no querer hacer más que asumir el solitario y trágico destino del poderoso… En efecto, la condición humana de alguien así se asoma de inmediato tras su tradicional rostro cínico e histriónico, ahora crispado por la decadencia de su régimen y de su propio ciclo de vida: el haberse asumido como excepcional, como se sabe, propio de los caudillos, lo auto-exime de cualquier culpa, pero lo enfrenta de hecho a su destino: La lucha, que ya no puede ser contra la muerte, es contra toda duda en torno a lo que ha sido, es y será.

Y esa excepcionalidad, fraguada con delectación de narciso durante su vida entera, sabemos que procede de una negación absoluta de su pasado, de un parricidio desde el cual ha negado una y otra vez su identidad y quiere negársela ahora a los jóvenes que se han expresado en torno al cambio, y de la necesidad de cometer cada vez más crímenes para sostener su propia versión de su pasado; pues ante ese vacío, sus triunfos no son más que las formas de su fracaso íntimo, engrosando la hueste histórica inmortalizada por Shakespeare alrededor del destino de Lady Macbeth, de aquellos que fracasan al triunfar, de quienes han perdido el miedo necesario a los límites morales, y de esa pérdida pasan a la imagen del fin del mundo, identificado con un hartarse del sol; pues el hundimiento de la imagen del padre solo adquiere sentido alrededor del crimen, porque la muerte del padre, en este caso los partidos políticos entre los cuales creció, ha sido la anulación del tiempo y del sentido. Y entonces juega a la moral invertida y trascendente, diluida en el discurso abstracto de la negación de las trampas fantasmales que lo asuelan.

Su situación más íntima, como la de Otelo, es la de quien descree de sus afectos, obnubilado por los celos, por la envidia del triunfo de los otros, y de quien empieza a depender continuamente de sus actos, y no de sus orígenes. En cualquier momento se puede hundir el suelo bajo sus pies; si pierde una batalla pierde todo: la patria, los amigos, las posibilidades. Es un hombre inquieto que no ha fundado su casa sobre una tradición, sino solo sobre sus actos, su coraje, sus hazañas; y tiene que jugárselo todo al azar. Por eso la cínica mentira, como última ratio para mantenerse como par de los matones y los acaparadores mayores.

Después de haberle apostado al presente eterno de sus acciones de despojo y de violencia, no le queda sino la hondura del vacío de lo que ha hecho en tanto destrucción de otras vidas, del desmantelamiento de la confianza pública, y, ante todo, de sus propios afectos, de la credibilidad de los demás en él mismo. Por eso solo le queda el apego al poder sin ilusiones, contando, cada vez con más rabia, que un crimen lavará otro, que ese vacío no crecerá cada vez más en medio de jugarse sus restos llevándose a todo el mundo de por medio. Y para que ello le sea posible, su golpe de dados es, ante todo, frío… el poder frío del no respeto, ni la admiración, ni la convicción, solo la repetición cada vez más histérica de su representación pública, confiando en la amplificación de la mayor parte de los medios masivos dominados por los usufructuarios históricos de sus despojos…

Y entonces se autoimpone, y trata de imponerle a todos, la lógica de los tiranos: no puede ver a sus enemigos sino como su propia imagen; solo sigue luchando porque a la postre, y ahora, fracasó, y le teme como un silencio a voces, al reproche del espectro de sus víctimas, lleno de miedo a la venganza de sí mismo. Porque sus acciones han destruido los fundamentos de la vida, de su propia vida, no cuenta sino con el fantasma de quienes lo combaten, porque quienes lo apoyan lo hacen porque quieren algo, y los que callan o se expresan tímidamente, tiene miedo… Por ello, después de haber dispuesto todo para el fraude, y aun siendo evidentes sus triquiñuelas, solo puede darle la razón al fantasma de su enemigo, reinventando la adversidad como algo ajeno a sí mismo, y ve cualquier forma del amor que crece en la sociedad y en la vida pública (“la política de la vida, un pacto humano, la paz, la transparencia, la igualdad…”), como atentados y amenazas…

“Imposible toda base de creencia en la vida; lo que queda es solo el poder, y este se hace cada vez más necesario, crece por sí solo: es más necesario intimidar cuando menos se pueda convencer, es más necesario asustar y prometer y regalar cuando menos se puede dar como una posibilidad real. Entonces, el poder crece como de sí mismo, se hace cada vez más exclusivamente poder, menos empresa común, menos convicción común, menos búsqueda y cada vez más imposición, sostenimiento de una situación que no se justifica ya, sino porque lo contrario es (supuestamente) terrible, pero no más. Y esto, que se descubre finalmente, es más terrible que lo contrario, y lo contrario es la muerte, que en el fondo es lo que él desea; en el fondo termina anhelando ¡la derrota final!”. (Estanislao Zuleta, Shakespeare, una indagación sobre el poder. Cali, Fundación EZ-Universidad del Valle, febrero de 2015. p. 30).

Shakespeare —nos sigue diciendo Estanislao Zuleta— presenta esa derrota por medio de los espectros, como producida por la inseguridad, pero está hecha fundamentalmente de que ya no hay más deseo de vivir, pues el poder es ante todo una forma de la impotencia. Y, naturalmente, en la vida cotidiana, no se presenta así, pero llevado hasta sus últimas consecuencias se da de todas maneras en la misma lógica: la tentación de ser temido como respuesta a la desesperanza de que no se pueda ser querido, la tentación de comprometerse en una complicidad, más que ordenarse en una empresa común. Todas las tentaciones del poder están en correlación inversa con los fracasos del pensamiento y con los fracasos del amor.

Es el miedo que ha poseído a quienes lo producían y todo lo quemaban, de los que no podían convencer a nadie de ese modo, y sólo podían atemorizar, cuyas fuentes objetivas como compulsión a ser temidos, a mandar, imponer, amenazar, se encuentran en el odio contra sí mismos, y sólo pueden concebir la muerte como un despojo final, y no como una oportunidad de renovación: “¡Y si muero, ninguna alma tendrá piedad de mí!... Y ¿por qué habría de tenerla? ¡Si yo mismo no he tenido piedad de mí!” (Ibid. p. 31).

 

 

 

 

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