México, ese maldito lugar
Opinión

México, ese maldito lugar

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julio 30, 2015
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John Huston estuvo en el D.F. pocos años después de la revolución. Decía que el paseo de la Reforma era una imponente calle  cercada por hermosas casas coloniales. Había charros orgullosos en sus caballos, cortejando a la más bonita, matando cuando tenían que hacerlo. El autor de El juez del patíbulo, como tantos otros artistas, cayó rendido ante Tenochtitlán. Allí Burroughs mató a una esposa mientras jugaba a Guillermo Tell con una pistola bastante “nerviosa”. Einstein y Trotski huyeron de Stalin encontrando en México un paraíso para súbitamente después convertirse en un infierno: el cineasta hizo una de sus peores películas hipnotizado por esa tierra de donde emergía la energía que había insuflado a Pancho Villa, el creador del ejército rojo cayó bajo el hacha traidora de Mercader.

México es una potencia que nosotros los latinoamericanos no hemos podido entender.  Las nuevas generaciones terminaron subestimando esa cultura. Asociamos las películas mexicanas, por ejemplo, con incitaciones permanentes a la borrachera, la ranchera y el machismo. Ignoramos que durante las décadas del 40 y el 50, paralelo al periodo dorado de Hollywood, el cine mexicano vivía una época de esplendor.  En todo el continente  la gente se agolpaba en los teatros para ver la última cinta de sus ídolos. Sobre la pantalla se lloraba con Arturo de Córdova, se reía con Tin-Tan, se gozaba y se sufría con Jorge Negrete. Los hombres se dejaban el bigote emulando a Pedro Infante.

En un instinto natural de matar al padre los jóvenes en los noventa creímos que lo mejor era mirar al sur. Todo lo mexicano era considerado mañé, a pesar de que crecimos con las ocurrencias de Chespirito, con el drama de Jaime Palillo.  Apenas nos salió barba borramos el pasado azteca y centramos nuestros intereses en Buenos Aires. Entonces era muy cool creer que Piazolla era mejor que Ezquivel, que Caifanes no le llegaba ni a los talones a Soda Stereo, que Borges era un maestro mientras Rulfo era un aprendiz, que Homero Manzi sabía narrar mejor en imágenes que Ismael Rodríguez.

Además el argentino parece un europeo mientras el mexicano se parece a nosotros. En una sola década olvidamos la grandeza del Indio Fernández, la potencia actoral de Pedro Armendáriz, las maravillosas películas que Buñuel filmó en suelo azteca. De los dos  focos culturales latinoamericanos nos quedamos con el esnobismo porteño.

Conozco a México a través de sus películas, de sus escritores, de sus pinturas. Miro a México con los ojos de los artistas que estuvieron allí y que hablaron de ella. Para un norteamericano culto de mediados del siglo XX, cruzar la frontera era imbuirse en el tiempo, internarse en la ficción. Por eso Kerouac habló de ello al igual que Lowry.

Pero no solo los escritores cayeron bajo el embrujo azteca, a México llegaron brujos, entre ellos el más poderoso de todos, Aleister Crowley. Cuando recién llegaba a la tierna edad de sus treinta años el mago subió la montaña más escarpada, el Iztaccíhuatl y desde el pico entonó un hechizo. La diosa de los vientos arrastró la invocación a través del Atlántico, llegó a Londres, se internó en la cama de la reina Victoria agonizante y la mató. El siglo nacía y el eterno reinado de Victoria acabaría por obra y gracia de la poderosa invocación de un brujo. “México era el catalizador ideal para lanzar el hechizo”, escribiría el maestro en uno de sus diarios.

Buenos aires hoy está lleno de colombianos que por fin pueden conocer el país de sus sueños. Se paran en Lavalle y Florida y empiezan a adivinar cuales son Cronopios y cuales Famas. Las mujeres del país por fin pueden acostarse con rubios ojiazules, tan escasos por estas latitudes. Estudian cine en sus universidades y aprenden a tomar mate, descubriendo un poco tarde que es un laxante poderoso. Aprenden el acento y se vuelven hinchas de Boca o River. Sin embargo, son cada vez menos los que viajan al D. F. seducidos no solo por sus cafés, sus librerías, las huellas que dejaron los maestros allí sino por su pasado, su glorioso pasado cuando eran los únicos, los hijos del sol.

Fumarse un porro en Teotihuacan, recorrer los caminos traicioneros de la Maliche, ver donde fue que Cortés sedujo a Moctezuma y le sacó el tesoro. Entre el humo espeso de la vareta podré ver también a Quetzalcóatl  convertirse en la Virgen de Guadalupe. Sincretismo total, energía que fluye, que construye y destruye. Todo termina y empieza en ese país.

Así Juan Villoro diga que el D. F. es una ciudad posapocalíptica, México aún es un país en formación, inacabado. Vivía un periodo de esplendor cuando llegaron los hombres con cara de cal en sus cáscaras de nuez. Lo que quedó fue una añoranza. Dicen que Buenos Aires es triste porque todavía se vivía la nostalgia del inmigrante. Eso es mentira, esa ciudad es así porque los porteños creen que esa es la onda, estar tristes, amargados, tomar dos Fernet y a la cama. En México todo es extremo, por eso se le rinde tanto culto a la muerte, pero nadie llora, todos ante la evidencia del final viven sus vidas al máximo, tómate toda la puta botella, mira que puede ser la última.

Me alisto desde ya a sentir sus sabores, sus colores. A recibir la energía de un suelo teñido de sangre, gloria y muchísimo tequila. En México el encuentro constante con la muerte les ha enseñado el valor de la vida. No importa que estén tan cerca de Estados Unidos y tan lejos de Dios, lo importante es que han sobrevivido a todo, incluso al mismísimo apocalipsis.

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