Suele ocurrir en los países poblados y crecidos, considerados potencias emergentes como México, que en momentos críticos de su historia las alternativas políticas en función de poder no constituyen garantía de buen futuro. Lo dijo hace seis años el escritor Carlos Fuentes, cuando el ramillete de candidatos a la Presidencia de su país era un pequeño mosaico de mediocridades descollantes. Y acertó porque el paso de Peña Nieto por el gobierno fue un fracaso colosal, con un condimento de corrupción centrado en su propia carnadura, en mancorna con un contratista favorecido por él cuando fue gobernador del estado de México.
Todo apunta a que pasado mañana los mexicanos elegirán a Andrés Manuel López Obrador, el alcalde populista de la capital que dirá gozoso: “A la tercera fue la vencida”. Su eventual triunfo estuvo cantado por la fuerza electoral que había demostrado en 2006, frente a Felipe Calderón, y en 2012, frente al actual presidente, dos competencias que arrojaron dudas sobre la pureza del “sufragio efectivo” ponderado por los priistas desde la década de los años treinta. López Obrador no parece ser la solución que el México violento y narcotizado requiere para redimirse de la zozobra en que viven los ochenta millones que lo habitan, pero encabeza la fila.
El populismo de López Obrador es romo y está desprovisto de contenido, aunque contó con la fortuna de que sus oponentes de otros partidos tampoco dieron la talla. Casi todos lo superan intelectualmente. Sin embargo, no convencieron cuando, frente a él, no fueron capaces de remontar su insuficiencia ideológica y su lenguaje pedestre. Escogieron la vía del ataque con fuertes epítetos por su puntaje en las encuestas, sin resaltar su debilidad conceptual respecto de las ideas que pudiera tener sobre la conducción del Estado. Le dieron esa gabela y se les creció sobre la marcha. Allá no feriaron el significado de los debates y acordaron los indispensables para una pertinente evaluación popular.
No hay duda de que el México liberado del presidencialismo rígido del PRI le abrió camino a la democratización de un estilo y unas costumbres antipáticas, exclusivistas y perniciosas. Pero no se le va a confiar el ritmo de ese avance, ni la solución de la crisis de sus instituciones, su economía y su estructura social, a un estadista que afianzaría el primero y resolvería la segunda con la pujanza modernizadora de un Miguel Alemán o la prudencia calculadora de un Ruiz Cortines. No tiene tampoco un partido organizado, sino una cauda de variado pelaje sin caudillo que la empodere y fortalezca. Realidad halagüeña para el PRI y el PAN si no desperdician un anhelado fracaso de MORENA en el poder.
Tal vez las expectativas relacionadas con un cambio de posición frente a las hostilidades de Trump fueron, en buena medida, la causa del repunte final de López Obrador en la intención de voto, pues la muy blanda actitud de Peña Nieto frente a los desenfrenos del gringo insolente no fue la de un mexicano digno y aguerrido, heredero de las gestas del cura Hidalgo, Francisco Madero, Venustiano Carranza, Pascual Orozco, Pancho Villa, Emiliano Zapata y demás contestatarios del México revolucionario. De estarse fraguando un giro rotundo, convendría que el presidente electo lo anunciara el mismo día de su triunfo. La última barrabasada de la política “Cero tolerancia” lo justifica e impone.
México podría tener un mandatario distanciado de una tradición
que lo mantuvo a la vanguardia en América Latina,
a pesar de estar “tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”.
De todas formas, México podría tener un mandatario distanciado de una tradición que lo mantuvo a la vanguardia en América Latina, a pesar de estar “tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”. Por consiguiente, pesan sobre su destino más incógnitas que esperanzas, y ese desbalance determinará el rumbo del sexenio que se inicia en diciembre próximo. El general Lázaro Cárdenas dijo alguna vez que su gobierno, con el respaldo del pueblo, cumpliría con la responsabilidad que le asignó la historia. De resultar favorecido López Obrador, necesitará más del respaldo a su gobierno que del respaldo a su nombre en las elecciones que lo unjan.
Si es cierto que en México el pasado no ha pasado, a López Obrador le correspondería medírsele a la necesidad de brincar del caudillismo a la sólida conformación de un Estado moderno. ¿Lo hará?
El populismo de López Obrador es romo y está desprovisto de contenido