El anuncio de la Alcaldía Mayor de Bogotá de ponerle fechas al proyecto del metro –se terminaría en 2022– pretende restablecer la confianza asegurando que su construcción será un hecho, después de más de setenta años de espera. Pero oculta que, necesariamente, cuando se establecen plazos concretos a corto plazo, es porque los estudios de factibilidad y de ingeniería de detalle están listos, contradiciendo las propias afirmaciones del alcalde en el sentido de que las propuestas técnicas existentes-- que disponen que el metro deba ser subterráneo-- son un error. Por eso debemos preguntarnos si la noticia de construirlo sobre un viaducto, para que resulte rápido y barato, está sustentada en análisis rigurosos que no conocemos. ¿Será que los tiene escondidos en alguna gaveta de la Alcaldía y pronto los sacará para darnos la sorpresa?
Pero no. Porque quien hace el anuncio es el gerente del metro, quien seguramente --alertado por los cuestionamientos que se le han hecho del ‘proyecto’ elevado por las principales avenidas de Bogotá-- ha respondido con los más absurdos disparates, demostrando que lo que propone el alcalde es una patética improvisación. En efecto, el Gerente debe estar informado que los viaductos en las vías centrales de las ciudades causan contaminación visual y auditiva, desvalorización, expulsión de residentes y, por consiguiente, implantación de una ‘tierra de nadie’, oscura, insegura y albergue de toda la informalidad que impera en nuestras ciudades. Y también, después de su reciente visita para conocer el metro de Medellín, se habrá dado cuenta que si al viaducto le agregamos la enorme mole elevada de las estaciones, se acrecienta el impacto negativo que generan en las avenidas del centro urbano.
En consecuencia, cual hábil prestidigitador, explica que nada de eso sucederá en el metro de Bogotá, porque será “una construcción alta, esbelta, casi invisible”, como en Vancouver, y que las estaciones serán ‘laterales’ y en superficie. Pero el lector deberá saber que el de la ciudad canadiense no es un metro pesado sino ligero, acorde con su población, que es seis veces menor que la de Bogotá; que un gran terremoto puede afectar aquí gravemente a las estructuras ‘esbeltas’ –altas y delgadas–, porque la ciudad tiene suelo lacustre -era un gran lago– que favorece la aceleración de las ondas sísmicas; y también que un metro pesado sobre un viaducto no puede proyectarse para que pase con facilidad a una estación lateral en superficie, a menos de que se hagan enormes modificaciones y destrozos al trazado de la avenida por donde circulará.
Pero la gravedad de esta indiscutible inconsistencia se acrecienta cuando el Gerente anuncia que solo se construirá un primer tramo elevado, de 15 kilómetros, entre el río Bogotá, al sur, y la Avenida Caracas con calle sexta, en el Centro. Es decir, el trecho menos cargado de la primera línea, dejando el que tiene las mayores demandas por el borde oriental (entre el Centro y la calle 100) dependiendo de ‘futuros estudios’.
No es serio que la Alcaldía Mayor trate así a la confundida opinión capitalina. Pero no es la primera vez que sucede, porque hace dieciséis años, después de que Peñalosa apoyara la construcción del metro como candidato y después como alcalde, cuando todo estaba dispuesto para concretarlo, finalmente acabó haciendo Transmilenio. Por eso, lo que cada vez aparece con mayor nitidez es la evidencia de que nuevamente estaría embolatando la construcción del tren metropolitano con el propósito de utilizar los recursos, que están garantizados, en la continuidad del sistema de buses articulados. Para desgracia de Bogotá se repetiría la historia, pero no como comedia sino como tragedia.