A propósito de la campaña #MeToo por los escándalos en Hollywood, que desde el caso de Weinstein no paran, suscita polémica lo que estos mismos traen, no solo por la descalificación y destrucción de la imagen de muchos famosos, que a la larga ha afectado sus carreras, sino porque ahora cualquier expresión de coqueteo o extralimitación es considerada una forma de acoso.
Más que hablar de los casos específicos de cada famoso implicado en estos escándalos, habría que llamar la atención sobre cómo nos estamos relacionando y de qué manera queremos hacerlo; pensar si de verdad queremos que todo lo que ocurra deba estar consensuado, regular al extremo nuestras relaciones que incluso un guiño o un toque en el hombro no pueda darse sin considerarse acoso. Abogamos por una libertad que creemos ganada o por lo menos nos sentimos cercanos a ella, pero lo que no notamos es que la extrema censura, la moralidad excesiva, que no permita chistes, posiciones, palabras, nos aleja de ese ideal de libertad, nos lleva a normativizar la forma de relacionarnos hasta el punto que, simplemente, prefiramos no hacerlo por dejar de actuar de manera políticamente correcta. Como dijeron las intelectuales francesas en su manifiesto "La libertad de decir no a una propuesta sexual no existe sin la libertad de importunar".
Pienso que ubicar el problema del acoso sexual únicamente en los victimarios, o en los hombres, quienes ocupan el primer lugar en señalamientos de este tipo, sería quedarnos en la superficie de un problema que, al presentarse de forma tan continua, no puede permanecer ignorado, mucho menos clasificado como un estado anormal o patológico de un individuo indiferenciado. No hablo desde la ingenuidad, pues soy mujer y, como a muchas, en más de una ocasión se han tratado de extralimitar conmigo, aún más, lo he permitido. Eso es lo que busco responder ¿por qué ha sido así?
Si bien, un coqueteo implica transgredir el consenso, los límites de lo permitido, arriesgarse a la contingencia, ahora, por lo visto, está entre ser aceptado o ser denunciado. Creo que, además del problema que implica normativizar la forma de relacionarnos, hay que ver más a fondo qué hay de raíz. Vuelvo y me preguntó: ¿por qué permití extralimitaciones que me hacían sentir incómoda?, ¿no es más fácil decir no? Con el caso de Aziz Ansari pensé que a un hombre se le culpa de no hacer toda una semiótica del otro para entender que no se siente bien, se le arruina porque no puede adivinar sus signos corporales cuando no es capaz de decir que no y poner la barrera que se necesita para que él no la transgreda. Que te rías mucho, que te pongas roja, que te suden las manos, son signos que no todos interpretan de la misma forma. Por eso vuelvo y me preguntó ¿por qué, aunque me sentía incómoda, no los puse en su lugar? Tal vez sea porque aprendí a ser débil, dócil, amable, asumiendo el papel de presa, con miedo de decir no; es decir, adquirí la forma de pensar, actuar y percibir de una mujer de la sociedad patriarcal, a pesar de que me llenara la boca de pro feminismo. Solo te llegas a medir cuando estás en esa situación.
El problema está en que las mujeres, a pesar de todos los logros feministas en diferentes esferas, no hemos logrado alcanzar la libertad que permite dar un no cuando se necesita, porque las probabilidades, teniendo en cuenta las condiciones sociales que posibilitan que tengamos un carácter “fuerte”, son menores en comparación con los hombres. Cabe una aclaración, no estoy culpando a la víctima por no saber decir que no, esto va mucho más allá del hecho mismo, porque no se trata explicar por el acontecimiento un problema que supone observarse en un sistema de relaciones.
#MeToo puede ser una gran campaña para que las mujeres se expresen y se engavillen para protegerse entre ellas, pero no servirá de nada si no aprendemos el carácter que se necesita para decir no en el momento oportuno, si no empezamos a abogar para que se nos forme una manera de pensar, actuar y percibir que nos enseñe a poner barreras, a acabar con el drama de ser mujer-víctima que necesita de toda una mediatización para tener voz, y a desechar la idea de que la solución está en reglamentar al extremo la forma de relacionarnos. De no ser así, los escándalos de acoso como el de Aziz Ansari, y de otros famosos, seguirán siendo el pan de cada día.