En abril de 2022 la Universidad del Cauca se apresta a designar un nuevo rector entre cuatro candidatos que han expresado su interés en ocupar dicho cargo. Los mismos han dado lo mejor de sí al elaborar propuestas de trabajo sustentadas en distintos escenarios. Cada uno a su manera y, en concordancia con su talante intelectual y estirpe ideológica, piensa la Universidad. En mi condición de profesor, a quien resultase designado, con respeto le deseo éxitos en su gestión. A propósito de tal suceso, en las siguientes líneas expreso algunas reflexiones.
Antes de 1992 los rectores de las universidades públicas eran piezas del aceitado y funcional engranaje clientelista y burocrático de liberales y conservadores. Con posterioridad a ese año, cada rector ha sido, en su momento, el más astuto y avezado negociante con los miembros de los Consejos Superiores para lograr tal cargo y, en el caso de la Universidad del Cauca, no ha sido la excepción.
Si los méritos fueran netamente académicos, pocos de quienes han ocupado tal dignidad (hasta la actualidad) lo habrían logrado. Es fácil encontrar en la institución, superiores hojas de vida a las de todos los exrectores.
Muy a la usanza de la marginalidad colombiana en la que “se tiene todo y todo falta”, la Ley 30 de diciembre 28 de 1992, por la cual se organiza el servicio público de la Educación Superior, intentó zafar a las universidades públicas de las fauces del clientelismo y dotarlas de cierta autonomía.
Tal intento fue fallido, según mi parecer. En primer lugar, esa norma creó un clientelismo de nuevo tipo, en el sentido de darle presencia en el Consejo Superior a cinco actores que terminan sobreponiéndose a los cuatro (restantes) genuinamente universitarios (representación profesoral, estudiantil, egresados y de las directivas).
En esos términos, quien haya ocupado el cargo de rector en alguna universidad pública en Colombia (en cuyo escenario se encuentra la Universidad del Cauca), ha tenido que negociar, cortejar y hacerles ofrecimientos de distinto tipo a sibilinos y circunstanciales miembros de los Consejos Superiores (algo indignante).
Tanto la hoja de vida como la propuesta de gestión rectoral pasan a un segundo plano, y el peso específico se concentra en el regateo con cada uno de los nueve consejeros. Cada quien va por lo suyo y todos tienen su precio (aunque existen honrosas excepciones).
En un juego de complicidades para lograr su propósito, los candidatos a las rectorías ofrecen a cambio (parece ser), principalmente contratos, cargos burocráticos y canonjías lo que, de paso, termina por obturar la poca autonomía.
Este tipo de clientelismo, en cierto modo, hace parte del modus vivendi, de cinco consejeros tales como voceros de la Presidencia de la República, Ministerio de Educación Nacional, sector productivo, gobernaciones y exrectores.
En esencia, sus vidas son el resultado de esas prácticas. Se infiere que el astuto negociante también hace ofrecimientos a los cuatro restantes miembros (¿manzanillos?) de los Consejos Superiores, sean organizaciones estudiantiles, sindicales, gremiales o estamentales, quienes, al parecer, también sucumben ante el encanto del poder por la vía del clientelismo.
Pequeños contratos, óbolos eufemísticamente denominados auxilios, espacios convertidos en auténticos aquelarres, viáticos, acceso a ciertos bienes y servicios, vinculación de recién egresados como docentes (algunos de ellos sin mayores méritos académicos), la zalamería (el mutuo elogio), las formas (uniformes para fingir sentido de pertenencia) y ciertos giros lexicales (posmodernos algunos) hacen parte de esa especie de cogobierno que no es sinónimo de autonomía, sino la más clara expresión de renovadas formas de clientelismo que traslucen una especie de cadena alimenticia que, dicho sea de paso, es una manera de abusar de lo público.
El presupuesto no es elástico. De manera liminar aflora una especie de doble rasero, donde pareciese que existiera un clientelismo bueno y uno malo, una corrupción buena y una mala.
En segundo lugar, con un rector designado desde las anteriores prácticas, la autonomía es un manoseado devaneo entre tartufos que interpretan un sainete bufo.
Aquél funcionario debiendo su cargo a componendas, ejercerá sus funciones tratando de cumplir los compromisos adquiridos con los miembros de los consejos superiores (algunos tristemente célebres por su supina ignorancia).
La autonomía universitaria es un bien que las universidades públicas deben alcanzar, no es un estado de cosas impuestas por una norma.
Es una búsqueda constante, no un punto de llegada. Y, aunque no podemos desconocer que un obstáculo para la consolidación de la autonomía, tiene que ver con la sistemática asfixia presupuestal a que las instituciones son sometidas por gobiernos neoliberales; otras amenazas están en su interior.
Las propuestas de los candidatos a la Rectoría de la Universidad del Cauca, no son antagónicas. Algunas hacen énfasis en lo que estiman relevante. El colega que resultare designado Rector deberá lidiar con los compromisos adquiridos.
Negar la existencia de esos compromisos o afirmar que los apoyos son libres, espontáneos y desinteresados, es faltar a la verdad y creer estúpidos a los universitarios. Tristemente para la universidad pública esas prácticas de cabildeo se entronizaron y son de uso corriente, de tal modo que, los méritos de cada aspirante terminan siendo irrelevantes como la historia institucional lo ha demostrado, los “debates” no pasan de ser actos protocolarios (¿diálogos entre compadres?).
La teatralidad es tan patética que, en algunas universidades, da la sensación que el día de la designación de rector los consejeros simulan escuchar las propuestas de trabajo, pero, la realidad es que, en la mayoría de los casos, asisten a la sesión a legalizar una decisión previamente tomada.
Tras la respectiva designación, el rector, cual diestro jugador repartirá, con asombrosa maestría y precisión, lo que a cada quien le corresponde según lo pactado, incluidos los premios de consolación para aquellos tornadizos docentes universitarios que han hecho de los cargos burocráticos su principal identidad y se acomodan a cualquier tipo de gestión.
Mientras lo anterior ocurre, la Universidad del Cauca no puede seguir de frente al morro del Tulcán y de espaldas al país. Tal institución no puede ser una entidad de beneficencia que prodiga harina al que más saliva tiene, tampoco un cómodo “trabajadero”.
No puede argüir (la Universidad del Cauca) en todos los casos y circunstancias su origen como coraza; debe corregir la detestable práctica de la piratería docente; impedir que docentes funden posgrados para sí en los que, cual narcisos, admiran su propio dorso en esos programas; está en mora de formular una política de relevo generacional, apostarle a la vida universitaria de impacto y no únicamente a diminutos logros magnificados por la propaganda; no permitir que la mediocridad se constituya en una forma de ser y estar sustentada en viscosos y edulcorados brebajes teóricos; debe obturar la sangría ocasionada por la labor académica convertida en una cadena alimenticia.
Pero, sobre todo, liderar la reforma de la Ley 30 entre otras cosas, para cambiar la composición del Consejo Superior de tal modo que se garantice la extensión y la profundización de la democracia en la vida universitaria.