Cada vez que se aproxima el día de mercado, Rosalba, Miriam, Rosa, Miguel y Aristóbulo alistan los ingredientes con los que preparan las arepas, quesos, pescados y encurtidos que venden en plazas y parques de municipio y ciudades como Bogotá. Se trata de los mercados campesinos, una iniciativa que ya tiene diez años y que surgió para defender la producción y comercialización de alimentos cultivados en tierras colombianas. Busca "promover y visibilizar la economía campesina desde la producción hasta llegar al consumidor final en condiciones de calidad, inocuidad y a precio justos”.
A los mercados campesinos se han vinculado más de 2000 familias de 65 municipios de Boyacá, Cundinamarca, Tolima y Meta, y 60 más de zonas rurales de Bogotá. Los agricultores encuentran en estos, una alternativa al negocio de los alimentos que cultivan, y los consumidores gastan hasta un 30% menos en la compra de alimentos de plaza, lo mismo que distribuidores y mayoristas. Esta iniciativa la tuvo la ONG Internacional Oxfam hace ya casi 11 años, con la cual además de productos frescos, ha logrado que el sabor autóctono del campo llegue con desayunos y almuerzos típicos.
Desde la vereda El Salitre en Paipa, Boyacá, Rosalba Rodríguez lleva a los mercados campesinos el resultado de horas de trabajo sin más herramientas que sus manos y una sencilla cocina: quesos a 5000 pesos, cuajada a 4000, almojábanas a 1000, cereales molidos a 2000 y envueltos a 500. Una parte de los 80 litros de leche que utiliza a diario la obtiene de sus 20 vacas criollas; el resto debe comprarla a otra familia campesina que, igual que la suya puede sostenerse gracias al comercio de sus productos en pueblos y ciudades.
Miriam Garzón llega cada quince días a los mercados que rotan en Bogotá después de pagar 80 mil por el transporte de ella y sus productos, y recorrer hora y media desde la vereda El Verjón. Trabaja toda la semana para aquella venta. El martes empieza con el masato y la chicha; el miércoles con las arepas y los envueltos de maíz; el jueves y el viernes con los lácteos y postres. Para ella, los mercados campesinos son toda una experiencia: “hemos visto que la gente en la ciudad sí valora nuestros productos y sabemos que nosotras mismas los podemos preparar y vender. Estos son los verdaderos productos campesinos”.
En el mercado campesino sobresalía un grupo de mujeres de atuendo colorido. Era Rosa Murillo, su hija Luisa, Celia Perlaza y dos más. Algunas nacieron y crecieron en Istmina y Condoto, Chocó y otras en Guapi, Cauca. Pero hace más de 10 años tuvieron que cambiar sus fincas del pacífico por viviendas tomadas en arriendo en Bogotá. Los actores armados les impidieron seguir cultivando arroz, plátano, ñame, borojó, lulo y otras frutas. Les prohibieron también trabajar en las minas de oro y sus hijos eran constantemente presionados a ingresar a las filas de la guerra. No tuvieron opción y dejaron atrás su vida en el campo para empezar desde cero. Ellas, expertas en la gastronomía de su región, prepararon para el mercado campesino arroz con coco, patacón con hogao, caldo de pescado, y otros pescados de carne blanca como peladas, picudas y corvinas azadas, jugo de borojó y cocadas. Debieron valerse de 500 mil pesos para comprar los alimentos que vendieron, y aunque fue la primera vez que participaron en el mercado, les fue bien. Sus paltos fueron acogidos. Como Rosa, las mujeres desplazadas por lo general trabajan en casas de familia o restaurantes y sus esposos en la construcción, la ebanistería o lo que salga. En su caso, trabaja en el Centro de Investigación Sociocultural del Pacífico Colombiano – Cispac con mujeres cantadoras de arrullos, rumbas y alabas, quienes enseñan a los niños bailes y cantos tradicionales. “Nuestra cultura –dice- no es bullosa. Es alegre”.
Los campesinos de Yacopí este municipio de Cundinamarca cultivan alimentos favorecidos por un clima de 25° centígrados y un suelo rico en aluminio y nitrógeno. Fresa, plátano, yuca, café, cacao, caña, ajíes y chiles. Y fue ese el mundo de los sabores picantes el que llamó la atención de Miguel Forero, un joven que convirtió una idea en una microempresa, ahora en crecimiento. “No es solo que pique; cada picante tiene un tono, algunos son cítricos, otros aromáticos y otros maderados”, señala. Empezó a cultivar ajíes y chiles y luego se convirtió en procesador sin dejar de sembrarlos. Con dos hectáreas de 42 variedades (habanero, serrano, mole, poblano, rocoto, gusanito arábigo, mirasol, panca, chipotle, santandereano, amarillo peruano, jalapeño, cayeno, chirca, chivato, limo, pajarito, …) logra producir encurtidos, salsas, conservas, deshidratados y en polo que vende en restaurantes y hoteles del norte de Bogotá, tienda a tienda y en los mercados campesinos. Junto a él trabajan catorce personas entre familiares y amigos. Miguel dice que los picantes son una alternativa que ayuda en lo económico y lo agrícola, porque controla plagas e impide el crecimiento de maleza. En su cultivo no utiliza fungicidas. Aclara que se llaman chiles o ajíes según la procedencia de las semillas: ajíes, de Asia y Suramérica, y chiles, de Centro y Norteamérica.
Aristóbulo Martínez y Pureza Torres, son una pareja de campesinos de Arcabuco, Boyacá, que hace dos años participan en los mercados campesinos igual que 22 personas más de su pueblo. Cultiva y vende fresa, mora, uchuva, agrás, papa, frijol, maíz, arracacha y arveja en paquetes de 500, 1000 y 1500 pesos. Dice que a ratos la agricultura da perdidas, pero insiste en cuidar sus 1500 plantas de mora y sus 12000 de fresa. En Arcabuco sus cultivos son tan conocidos que los comerciantes mayoristas van hasta su casa a comprarle productos. Aristóbulo no tiene mayores extensiones de tierra. No tiene tierra. Arrienda cuatro fanegadas (casi tres hectáreas) por las que paga 1.500.000 al año en las que siembra un poco de cada alimento para tener cosechas variadas. Es común que haya trueques con sus amigos. En el mercado de la Plaza de Bolívar cambió mora por pera.