Que los funcionarios no se inventen más engaños mentales ni le aumenten los sinsabores a los pobres colombianos con el cuento de que bajándole los impuestos a las empresas aquellas adquirirán el compromiso sagrado de darle empleo digno a cierta cantidad ya preocupante de desocupados con miras a mejorar la situación social del país.
Eso era posible cuando los políticos avisados —¡ah de los estadistas de tiempos pretéritos!— sobre lo que constituía el corazón del capital decidieron que el Estado por medio de los gobiernos tuviera autoridad sobre aquel para que a la par de ejercer su carácter lucrativo pero imprescindible tomara parte activa en la consecución de los fines esenciales de toda la sociedad, fines que de cumplirse le aseguraban cierta justificación y le ganaban la protección de su actividad.
Pero la tendencia del propio capital a generar crisis, frenar la economía y afectar a la sociedad, que la intervención estatal keynesiana había logrado hasta el momento resolver, fueron razón de más para que economistas y filósofos con afinidades libertarias reunidos en un hotel suizo en 1947, desplegando el fantasma de un creciente estatismo con peligro para la propiedad privada y la libertad del hombre, formularan una doctrina económica extrema, donde rechazaban la intervención del Estado y hacían depender su desenvolvimiento del libre mercado.
Con la caída de la Unión Soviética, la academia occidental debidamente preparada en el infundio económico de marras, el Nobel premiando a sus colaboradores y los gobiernos inglés y estadounidense enteramente a su servicio, llegó su imposición sobre Europa, sin que la socialdemocracia ni otras fuerzas de izquierda desconcertadas por el momento histórico que atravesaban dieran la pelea. Y vencido el principal obstáculo, arrollar a Latinoamérica —qué otra cosa se podía esperar sobre una cultura esnobista y dependiente como la nuestra—, cuyos catecúmenos lejos de ver sus inconvenientes la recibieron con un bienvenidos al futuro.
Bienvenidos al futuro que luego de 27 años nos tiene en una crisis interna e incertidumbre mundial que nadie se atreve a pronosticar, que nos ha hecho malgastar bonanzas inesperadas, que nos ha corroborado a los países subdesarrollados esta condición como insubsanable, aumentando nuestra dependencia y vulnerabilidad ante fuerzas indomeñables para nuestras limitadas salvaguardias, y obligado a dilapidar recursos ecológicos estratégicos.
No sabemos en este momento si el modelo neoliberal continúa vigente en el país, porque ya nadie lo nombra seguramente debido a su desprestigio. Pero tampoco se le ha dado cristiana sepultura, aunque decisiones últimas del presidente Duque parecen acreditarla, ya que hay hechos puntuales que lo revalidan como el carácter técnico, con tinte de incuestionable, de los ministros que cuando desenfundan sus primeras iniciativas como rebajarle los impuestos a los ricos, trastabillar ante el reconocimiento de Palestina, amenazar la protesta social, reimplantar la aspersión del glifosato y hablar de fracking sostenible, no están pensando en un modelo económico diferente sino en la celeridad del conocido, multiplicando los desastres que le dejan a Colombia.
Por eso parece inconsecuente que uno de los más denodados exponentes del capitalismo salvaje, el señor Carrasquilla, prometa como solución para incrementar el empleo y aumentar su formalización la rebaja de impuestos a las empresas. Propuesta que olvida, que una vez subestimados cuando no borrados por el neoliberalismo los demás valores naturales, humanos, históricos y sus dominios, la ganancia máxima y la tendencia al monopolio y la usurpación, antes incluso que la producción, se convierten en ejes exclusivos del capital supérstite.
Tendencias que se agudizan todavía más cuando las debilidades e incertidumbres sobre el inmediato futuro del sistema se tornan más problemáticas, pues no solo atentan desde dentro su funcionamiento, las escasas tasas de crecimiento de los últimos tiempos, la inmensa deuda del sistema sin que existan nichos productivos que aseguren su recuperación y eviten nuevas burbujas y la búsqueda de productividad a costa del trabajo humano con la consecuente reducción del consumo. A lo que se suman problemas externos como la mayor dificultad para intervenir territorios alejados y difíciles, donde ya no encuentra las ventajas anteriores, la pérdida de ecosistemas básicos y el cambio climático, de los que constituye su principal causante.
Por lo tanto el vano empeño del ministro —y él es el primero en saberlo— no tendrá la menor posibilidad de cumplirse como no se ha cumplido en anteriores ocasiones cuando se recurrió al expediente de recortar plazas y beneficios a los trabajadores para hacer las empresas competitivas, ya que los mayores frutos de los favorecidos con aquellos alivios terminaron engrosando sus cuentas corporativas y personales en los paraísos fiscales.
Sin que con ello los capitales de nuestros compatriotas hayan salvado la boleta para sobrevivir en la contienda internacional, que será su próxima etapa una vez dejen de sacar ganancias extraordinarias de su antigua patria.
Capitales siempre pequeños comparados con los del mundo desarrollado y débiles pues no cuentan con el poder político y militar —una condición sine qua non del capitalismo esta de la fuerza para imponerse, pues lo que menos funciona son las supuestas virtudes del libre mercado y las reglas civilizadas acordadas como lo demuestra Trump— que respalde a los primeros en las batallas imprevisibles por venir, donde los capitales colombianos, como les sucederá a los mexicanos, brasileños o paraguayos, sin bandera nacional o latinoamericana con la cual acogerse, tendrán pocas posibilidades de sobrevivir ante la postrera modalidad de despojo a la que tendrán que enfrentarse.