En una de las usuales jugarretas de la historia el posconflicto colombiano fue expulsado de la agenda pública. Quedó en el olvido al poco tiempo de surgir, abandonado como un concepto abstracto, inmanejable, estorboso. Parece que los dirigentes decidieron que es mejor seguir en conflicto, pues todo el mundo lo maneja, sabe convivir con él y conoce sus reglas. En cambio el postconflicto hay que inventarlo. Empezar por rediseñar el modelo económico y social para crear una sociedad más equilibrada y justa. Implica establecer nuevas prioridades, estudiar temas desconocidos, abrir otros debates. Por eso el país prefiere seguir anclado al pasado, al conflicto armado irregular, algo que sabe administrar aunque le impida llegar a la paz porque le teme.
El recorrido lo deja ver con claridad. Antes se buscaba la paz a secas, después vino la paz con seguridad, luego la paz posible que para muchos fue la paz con impunidad, enseguida surgió la paz con legalidad y ahora el gobierno del cambio busca la paz total. Siempre hay una excusa para eludir el rediseño del modelo económico y social. Pareciera que la vigencia de los conflictos armados y la búsqueda de una solución a los brotes y rebrotes de criminalidad política o común, por rebeldía o por afán de riqueza, es lo que mantiene unidos a los colombianos como nación, es parte de nuestra identidad.
Como si se tratara de una plataforma digital por suscripción -HBO, Netflix, o Disney- apenas se acaba la temporada de los chulavitas, sigue la de Guadalupe Salcedo, y luego empieza la del M-19; y al concluir viene la del EPL; luego, ante el éxito en audiencia, empieza una quinta y sexta temporada alrededor de los disidentes del ELN y otras variantes, y después la zaga continua con la desmovilización de las bandas paramilitares. Finalmente llega la temporada de cuatro años sobre la desintegración de las Farc, bastante larga con up&downs como manda la dramaturgia contemporánea.
En cada temporada hay episodios únicos, imprevisibles, sorprendentes: la toma del Palacio de Justicia que exhibió la capacidad de barbarie del estado; la operación Jaque donde se demostró que el estado si tiene inteligencia; los falsos positivos donde se conoció que por plata y ascensos cualquier crimen es viable; también hubo bombardeos en territorio de Ecuador demostrando que para la guerra no hay fronteras; y ya cuando se presagiaba una derrota del establecimiento, surgió el Plan Colombia, la versión criolla del imperio contraataca; luego vinieron las imágenes de los campos de concentración de los secuestrados, y cuando el público cree que ya no hay más argumentos para nuevos, guiones y más alargues, aparecen las bandas criminales con la nueva temporada: la paz total.
Las temporadas rara vez tratan temas paralelos. La vida de los excombatientes en el mundo civil, los esfuerzos de los pueblos arrasados para reconstruirse, el abandono de huérfanos y viudas a su suerte, las secuelas sicológicas de millares de mujeres violadas, el olvido de los miles de lisiados por las minas quiebrapatas, la infinita paciencia con que los habitantes de los territorios esperan la llegada del estado con sus servicios de salud, educación y seguridad. Son temas que no interesan a la audiencia, ni a directores ni a productores. Lo que da rating es la guerra, las armas en funcionamiento, la sangre que corre. Las consecuencias de la guerra no.
La paz es un problema serio, pues surge del posconflicto y obliga a repensar todo. Por ejemplo, es necesario reducir las fuerzas militares, adecuar la policía para proteger al ciudadano y acabar el servicio militar obligatorio. ¿Qué hacer con tanto militar desocupado? Hay que diseñar planes y reformular las escuelas de formación castrense. ¿De qué van a vivir los vendedores de armas, municiones y pertrechos? Parece sensato aplazar el postconflicto porque la dificultad de resolver los asuntos que oculta el conflicto es enorme. La transición de una fuerza enorme construida durante décadas para librar la guerra es tan compleja que lo sensato es continuar la guerra, al fin de cuentas ya tenemos un ejército potente para enfrentar cualquier conflicto.
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¿Qué hacer con tanto militar desocupado? ¿De qué van a vivir los vendedores de armas? ¿Cómo lograr la transformación digital, la conectividad que permita a millones de ciudadanos acceder a nuevas oportunidades?
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En otras áreas ocurre lo mismo. Hay pocos estudios sobre cómo enfrentar los temas de un posconflicto. Lograr la transformación digital, la conectividad que permita a millones de ciudadanos acceder a nuevas oportunidades; modernizar la infraestructura vial y portuaria para integrar el país; encontrar la fórmula para brindar educación de calidad; lograr un sistema de salud y pensional viable, eficiente y universal; ofrecer una dieta saludable a la primera infancia con alimentos producidos en el país; invertir en investigación y desarrollo para reactivar la industrialización; estimular la creatividad y apoyar empresas culturales; crear una cultura que le dé sentido a la nacionalidad; reducir los millares de víctimas en accidentes de tránsito… son apenas algunos de los temas que la llegada del posconflicto obligaría a resolver.
El optimismo con el que las encuestas recibieron a Petro refleja la contradicción de la colombianidad, su bipolaridad entre superar el pasado y mantenerse en el pasado. Pero la realidad es que el conflicto eterno es el eje que domina el funcionamiento nacional. El que permite perdonar a todos los gobiernos de turno su incapacidad para resolver las necesidades de la gente, el que facilita que la corrupción se extienda sin control, que la justicia nunca tenga las herramientas para hacer justicia; lo que facilita que la hiper concentración de la riqueza siga su exitoso camino. En síntesis, el miedo al postconflicto requiere tratamiento, como cualquier enfermedad mental.