El ceño fruncido como tratando de otear algo muy lejano en el horizonte, el rostro marcado por los surcos dejados por los años y el poder, la fotografía adusta un tanto hipnótica del expresidente Juan Manuel Santos en la portada de su libro La batalla por la paz, ilustra el hecho, que queda demostrado a lo largo de casi 600 páginas, de un hombre con una visión de futuro casi inalcanzable que triunfa sobre un sin número de vicisitudes.
El instrumento principal para enfrentar la dificultad mayúscula de buscar un acuerdo de paz con las Farc, intentado varias veces con resultados desastrosos, fue aplicarle método a la buena voluntad. Las Escuelas de Gobierno de las grandes universidades han descubierto que el plato más suculento de su pensum es la materia que denominan resolución de conflictos, que es el pan cotidiano de la política. La historia de cómo se hizo el acuerdo de paz con las Farc, y particularmente el libro de Santos, debería ser material de consulta de esas clases.
Escrito en una prosa amena, directa, sin adjetivos, denota la mano de un periodista profesional: está escrito para lectores de habla hispana, no solo colombianos; utiliza el recurso de darle autonomía a cada capítulo aun a riesgo de repetirse, de modo que cada aparte puede ser leído de modo independiente; limita la transcripción de documentos, que sobre el tema hay muchos y muy voluminosos, a apartes breves de discursos presidenciales; y es fácilmente traducible a otros idiomas.
El interés de los libros de memorias de personajes que han protagonizado hechos políticos importantes no es su objetividad sino todo lo contrario, la mirada íntima, parcializada, que lleva a la toma de decisiones importantes, buenas o malas. Explica al hombre atrapado entre dos males, decidiendo sobre vidas y haciendas, solo con su conciencia, con una cierta frialdad en el corazón, siempre en control del enorme mecanismo puesto en marcha. El rigor de la metodología establecida, la seriedad del trabajo realizado, la calidad de las personas que intervinieron en él, los países y organismos internacionales que participaron, se convierten a través de los años en un escudo de protección a ese proceso bombardeado internamente por la oposición y por la guerra misma.
Cuando Santos dice a sabiendas “nada está acordado hasta que todo este acordado”, utilizando un recurso de las negociaciones comerciales, pone el proceso en una indefinición perpetua, que no permite valorizar logros parciales y mantiene a la opinión pública, tan voluble, en un estado de incertidumbre que dura años y debilita el apoyo popular. Cuando dice, “negociamos en Cuba como si no hubiera conflicto y combatimos en Colombia como si no hubiera negociaciones”, crea un peligro constante para la suerte de las conversaciones. Cuando dice, “el fracaso del plebiscito es una segunda oportunidad para la negociación”, da a entender que es un político que no respeta los resultados. Y así y todo, en cada una de esas disyuntivas sale avante.
Cuando Santos dice “nada está acordado hasta que todo este acordado”,
utilizando un recurso de las negociaciones comerciales,
pone el proceso en una indefinición perpetua, que impide valorizar logros parciales
Visto retrospectivamente, dos cosas internas permiten sacar adelante el proceso de paz. La primera, el haber establecido una agenda limitada y relacionada directamente con el conflicto. Ello excluía la política internacional, el modelo económico y la organización de las fuerzas armadas. Lección aprendida del Caguán cuya agenda ilimitada no llego a un solo acuerdo en tres años de negociaciones. Lo segundo, sentar en la mesa de plenipotenciarios a personas con poder de decisión conocedoras del conflicto, especialmente militares de alta graduación retirados y en servicio activo.
Y una externa, que es la participación de los países vecinos, Venezuela y Ecuador cuyos gobiernos miraban con simpatía a las Farc, con los cuales no había relaciones diplomáticas, que hubo que recomponer; y la comunidad internacional y los organismos internacionales, las Naciones Unidas particularmente, que validaron el acuerdo, reduciendo a su verdadero tamaño el peso de la oposición interna.
Cuba, que con el correr de los años se volvió experta en ayudar a solucionar los problemas que ella misma había creado, tuvo un generoso papel de anfitriona y evitó las presiones de una negociación en Colombia con despeje de territorio (otra lección del Caguán); y Venezuela, en donde los líderes de las Farc se movían cómodamente, fue una muy útil facilitadora del proceso. No hubo intermediarios, solo países garantes y observadores. No hubo negociación con enemigos, sino con adversarios.
Hubo de principio a fin una negociación un tanto surrealista, que partía del reconocimiento mismo de un conflicto armado de naturaleza política, reducido oficialmente a una amenaza terrorista, que estuvo acompañado por la cerrera oposición de Álvaro Uribe Vélez, quien había hechos grandes esfuerzos por sentar a las Farc a la mesa de negociaciones, y que concluyó con el rechazo en las urnas: Macondo.
La batalla por la paz es un libro de lectura obligada para quienes quieran entender mejor los vericuetos de la larga negociación, su importancia para el futuro de Colombia y el carácter de su principal protagonista: el hombre enigmático que mira desde la portada convertido hoy en enternecido abuelo.